domingo, marzo 11, 2007

La vida en el más acá

Se nos inculca desde la infancia que a través de la fe, de la ilusión y la sumisión, los mortales alcanzaremos la vida eterna (en el más allá). Por eso, cuando nos hacemos viejos, cuando se acerca la hora del viaje o de las decisiones mayores, los templos, las naves que tienen el monopolio para hacer este tipo de viajes ilusorios, se abarrotan de potenciales viajeros (viejos) hacia el más allá. Es un viaje indeseado, pero obligatorio. Es un retorno a la materia y a la nada existencial. Pero si los seres humanos entendieran la dialéctica de la vida o sospecharan que este viaje es una fantasía clerical, jamás perderían su tiempo, su corto y valioso tiempo, haciendo preparativos para el más allá, en vez de hacerlos para el más acá, para poder afrontar las turbulencias y privaciones de la vida cotidiana.

Es un sueño la vida. “Cuando cae un rayo nacemos, y aún dura su fulgor cuando morimos; tan corto es el vivir”, dice un verso de Bécquer. La vida es una relación de puntuales prestaciones y contraprestaciones, sanguíneas y no sanguíneas. Yo, como padre, cuido de mis hijos. Pero básicamente tengo que cuidar de mí mismo —prepararme material y emocionalmente— porque no tengo ninguna certeza de que mis hijos, mis nietos o el estado van a cuidar de mí o van asegurarme una vida decorosa, en el más acá, cuando ya la ley o la falta de voluntad me obliguen a retirarme de mis actividades remuneradas habituales (la merma en los ingresos es el factor x que hace indeseada la jubilación laboral).

Curiosamente, muy pocas personas se preparan para la vejez, la etapa más crítica de la vida en el más acá, porque no entienden tampoco la transitoriedad de nuestro paso por este mundo. Las personas generalmente se sienten realizadas cuando obtienen un título y se enganchan laboralmente en el sector público. Allí se anclan, aprovechan las oportunidades y esperan la jubilación (voluntaria o forzosa). Cuando es forzosa, cuando hay que renunciar a un “buen” salario, como en las altas magistraturas o en universidades públicas, empieza la indignidad de aquellos hombres y mujeres que jamás osaron pensar en su vejez, en la transitoriedad de la vida o en la iniquidad del estado o de su propia estirpe.

La Ley Faúdes es considerada canalla o mata viejos. Pero ésta es una ley humana que se inspira en una ley de la naturaleza. El ser humano tiene potenciales infinitos, pero se desaprovechan. En las universidades públicas, por ejemplo, además de trabajar, los docentes pueden seguir estudiando y ampliando, gratis o a bajos costos, el abanico de sus oportunidades profesionales y laborales. Sin embargo, allí, en vez de seguir estudiando, de prepararse para la patada en el trasero, los docentes, salvo honrosas excepciones, pierden su tiempo, su valioso tiempo, en absorbentes menesteres burocráticos desempeñando, por unos reales más, dos o hasta tres cargos administrativos simultáneamente. Eso, sin embargo, no le garantiza a ningún docente, después del retiro, una vejez decorosa ni mucho menos lo habilita para ser o considerarse indispensable para la institución o para la sociedad.

En su crónica “L’Homme des lettres”, Maupassant (1882) dice: “El público considera normalmente al hombre de letras como un tipo de animal extraño, fantasioso, una paradoja viviente, presumido, sin explicarse claramente en qué ese ser particular difiere de sus iguales. En él ningún sentimiento simple existe. Todo lo que ve, todo lo que experimenta y siente, sus juegos, sus placeres, sus sufrimientos, su desesperación se convierte instantáneamente en sujeto de observación. Lo analiza todo, a pesar suyo, sin fin, los corazones, las caras, los gestos, las entonaciones (...) Ha visto todo, ha retenido todo, ha anotado todo a pesar suyo, porque es sobre todo y a pesar de todo un hombre de letras”.

Ser docente, de cualquier cosa, no implica ser científico u homme des lettres. El homme des lettres sabe pensar, vivir y morir con dignidad. Sabe que la burocracia embrutece. Sabe que el hombre es el arquitecto de su propio destino. Sabe que la vida es transitoria. Sabe que la religión es una impostura. Sabe que tiene que estudiar, trabajar y tener dinero para ser libre y digno en una sociedad donde todo lo mueve el dinero. En otras palabras, el homme des lettres entiende que debe prepararse para la vejez, la vida en el más acá, y no en el más allá.

En esto pienso cada vez que escucho que la Ley Faúndes es injusta y que ha privado al país de valiosos y brillantes profesionales. ¿Sólo se puede ser brillante y valioso dentro de los predios de una universidad estatal? ¿Sólo los universitarios, la supuesta conciencia crítica de la nación, han de ser la excepción para las leyes de la vida y de la naturaleza? Vivir en el mundo de hoy, sin aprovechar las oportunidades para dignificarnos a la hora de las decisiones mayores, como la vejez y la muerte, es como no haber nacido o como haber partido prematuramente hacia el más allá por falta de capacidad o de voluntad para vivir en los vaivenes (sales y mieles) del más acá donde el hombre pensante es el arquitecto de su propio destino.