martes, noviembre 29, 2005

¡El poder de la ignorancia!

Alvin Toffler: “Los analfabetos de año 2000 no serán aquellos que no saben leer o escribir, sino aquellos que no pueden aprender, desaprender y volver a aprender”.

Hay dos formas de las que la minoría puede valerse para controlar a la mayoría: matándola físicamente (en las guerras, en los úteros o bajo los estragos de las sequías y de las hambrunas teledirigidas) o sumiéndola en la distracción y la ignorancia. En cualquiera de los casos, se usarán armas de destrucción o distracción de masas. Un pueblo ignorante o distraído —¿cuál es la diferencia?— resulta tan inofensivo, tan complaciente, como un pueblo que ha sido aniquilado física y colectivamente por el poder de las armas, atómicas o convencionales, de sus verdugos/liberadores (ahora, en el argot de los invasores y sus trileros afeminados, matar a un pueblo es liberarlo y saquear sus recursos naturales es modernizar su economía).

Son palabras, son artilugios, que poco a poco, a fuer de su repetición deliberada, se van metiendo en nuestros cerebros hasta quedar convertidos en códigos de conducta y de aceptación del modus operandi de las mafias que hoy gobiernan al mundo. Por eso, deliberadamente, las clases dominantes —con la complicidad de las dominadas— siembran, cultivan y distribuyen por doquier las semillas de la ignorancia, maquilladas incesantemente, para que ésta, la ignorancia, se convierta en una especie de necesidad vital (de vida). Y ésta ha sido una estratagema efectiva: en este mundo ya no encontramos un sólo ignorante —de saco o de andrajos— que no se crea superior a sus congéneres del pasado, del presente y del futuro (no por casualidad nos encontramos en los pueblos antiguos con la creencia de que dios, cualquier dios, se tomó la sospechosa molestia de escoger precisamente al pueblo que lo inventó y perfeccionó sus supuestos poderes y bondades haciéndolo un dios superior, verdadero y justo, capaz de esclavizar y aniquilar a otros pueblos y a sus falsos dioses).

Siendo un fenómeno de masa, una religión de la mayoría, la ignorancia es un factor imprescindible de poder. Pero no genera poder para beneficio de quienes la llevan a cuestas: sus frutos son para la minoría que bondadosamente nos la impone de mil maneras, pero especialmente en nombre de la educación y en nombre de la fe o de la libertad.

Por eso no será difícil entender por qué las actuaciones humanas están dirigidas en forma constante y deliberada a incrementar el saber de unos —como expresión de poder— y a fomentar la ignorancia de otros para asegurar la continuidad de esas relaciones privilegiadas de poder: ignorancia y poder son las dos caras de una misma moneda. Eso explica, como queda dicho, por qué la minoría siempre busca que la ignorancia se torne en una necesidad, en un derecho natural, de los millones de hombres y mujeres que se hallan subsumidos en los encantos esclavistas de la sociedad de consumo, que nada tienen que envidiarle a la esclavitud de las plantaciones o de las maquiladoras que el capitalismo salvaje instala en todos los rincones del Tercer Mundo para generar “progreso y desarrollo”.

Esto parecerá ilógico, ¿pero acaso aún creemos que todos los esclavos han sentido la esclavitud como una ignominiosa forma de opresión? ¿Acaso algunos esclavos —como en los EUA después de la manumisión— no se mataron porque no sabían qué hacer con su libertad? Y es que aunque nos parezca risible, lo mismo que antes llamábamos esclavitud ahora se le ha bautizado como democracia, libertad y otros sugestivos nombres que la hagan apetecida para quienes la sufren o la gozan. ¿Gozar las cadenas? Sí, gozar las cadenas. Antes a los esclavos insumisos los amarraban con cadenas metálicas y cualquier conato de disidencia se sofocaba con el látigo o con otros suplicios inenarrables (como ser cazados, como liebres, por feroces mastines o castrados de un solo tajo). Pero lo más repulsivo de todo esto es que detrás de todo esclavo evadido nunca han faltado ni faltarán perros y otros esclavos deseosos de atraparlo para hacerle pagar cara su ingratitud: el hombre es el único animal que duda al momento de escoger entre la libertad y la oportunidad, aunque ésta última lo condene a vivir virtualmente aherrojado y desconectado de sus prerrogativas éticas y estéticas.

Los esclavos no tienen historia porque hay que ser como ellos para querer escribírsela. Sabemos sí que a un sumiso, aunque esté hambriento, se le puede controlar amarrándolo con chorizos fritos o amenazándolo conque si se lo come no entrará en el reino de los cielos. ¡Ridículo! ¡Risible! ¡Repugnante! Pero la esclavitud se explica o se justifica, según una creencia que todavía prevalece, porque los esclavos eran analfabetos y, como analfabetos, no sabían pensar. ¿Pero qué pasa ahora que supuestamente sabemos pensar? ¿Nos atrevemos a entrarle a dentelladas a los chorizos con los que nos sujetan los pensamientos y movimientos? ¿Todavía creemos que para entrar al cielo hay que ser pobre, sumiso y lame trasero de las clases dominantes?

Ahora sabemos —¡vaya descubrimiento!— que la esclavitud no tiene nada que ver con el analfabetismo. Porque, que yo sepa, ningún analfabeto ha sido un gran esclavista. Y también porque nunca, como ahora que han hecho la escuela obligatoria, había sido tan masiva y productiva para las clases dominantes la esclavitud de millones de hombres y mujeres que habitan este planeta feroz. Son piezas renovables del puzzle de la neoesclavitud planetaria. Son consumidores cautivos que diariamente, terrón a terrón, centavo a centavo, llevan su cuota de sacrificio a las pirámides que, para garantizar su inmortalidad, se hacen construir los faraones que hoy, en pleno siglo de la cibernética, gobiernan a este mundo que, recordémoslo todas las veces que sea necesario, se halla al revés como una infeliz caguama volteada en los páramos de una playa remota donde no llega la ley de los hombres ni la supuesta voluntad caritativa de los dioses.

Esclavos con grilletes no hay, por lo menos no en nuestro entorno. Analfabetos o manutos, casi tampoco. Pero es curioso observar cómo en pleno siglo XXI, pese a la proliferación de escuelas y universidades, la esclavitud y el analfabetismo siguen causando estragos en la población profesional y no profesional. Y es que las escuelas y universidades nuestras son centros de domesticación de la conciencia humana, engranajes de la sociedad de consumo y cómplices de todos los crímenes que se cometen en este país y en el resto del mundo en nombre de la democracia y de la libertad. Pero, preguntémonos con sinceridad, ¿acaso somos los docentes universitarios demócratas o auténticos hombres de ideas que desde la cátedra ponderamos incansablemente los méritos de la libertad y de la justicia entre los hombres?

O, por el contrario, ¿hemos hecho de la cátedra una forma legítima de domesticar las conciencias y de promover —como si se tratara una virtud— la ignorancia y los fanatismos de toda laya, que tantos estragos han causado ya a nuestra juventud?

A mí me duele lo que pasa en nuestra universidad. Universidad nueva que nació vieja y enferma. Universidad politiquera y clientelista. Universidad que fabrica y perfecciona sus propias armas de distracción masiva. Universidad que premia el servilismo y menosprecia a los entes pensantes. Universidad descomprometida con la sociedad chiricana, con el país y con el mundo. Universidad confesional donde sobran los rezos y escasean los sesos. Universidad donde los “catedráticos” aterrorizan a los estudiantes con la improvisación y con prácticas perniciosas que ya no existen en ninguna auténtica universidad. Universidad donde sólo se les exige a los estudiantes. Universidad donde no se supervisa el pobre desempeño de los profesores.
Universidad donde se premia a la mujer por ser bella y no por ser inteligente. Universidad que rinde homenaje a peloteros y otras mixturas mientras permite que sus hijos meritorios se mueran en la soledad y el abandono. Universidad donde se premia la traición. Universidad en donde el chantaje, la adulación y la sumisión rinden más frutos que la capacidad y la honestidad. Y muchas otras cosas que, duro es reconocerlo, ameritan una amplia e impostergable discusión a lo interno de nuestra institución.

Pero todo parece indicar que no corren tiempos de discutir sino de repartir. De descuartizar la res universitaria para que nadie se quede sin su parte de este suculento banquete. Como todos sabemos, donde hay hombres hay vicios: mis vicios, tus vicios y nuestros vicios. Pero una universidad, ¿con qué se construye? ¿Con vicios o con virtudes? ¿Con críticas o con complicidades? ¿Con valentías o con cobardías? ¿Con declaraciones huecas de excelencia académica o con una labor modesta, pero honesta y constante? ¿Con consignas insulsas o con pinceladas de sentido común? ¿Con danzas o con reflexiones? ¿Con humanismo o con misantropía disfraza de libertad de cátedra? ¿Con el fomento de las dudas o con el fomentos de las supersticiones?

Males, muchos males, nuestros males. Todos existen, todos preocupan a la minoría y traen sin cuidado a la mayoría que se sirve de ellos. Porque estas taras existen no sólo comisión de los malos universitarios sino también por omisión de los buenos. Hay temor a la censura. Hay temor a trabajar con ideas. Hay temor a irritar a los superiores. Hay temor de que se cuestionen nuestros improductivos métodos de enseñanza. Hay temor de que algún estudiante se salga de la telaraña de ignorancia que tejemos los docentes. Hay males, hay temores, ¿pero habrá voluntad de reconocer esta realidad y de buscar mecanismos para cambiarla? Todo preocupa, pero por prelación debemos coincidir en que la mediocridad y el analfabetismo docente se hallan entre los temas más preocupantes, si pensamos en la universidad en función de futuro.

De Alvin Toffler es la siguiente profecía: “Los analfabetos de año 2000 no serán aquellos que no saben leer o escribir, sino aquellos que no pueden aprender, desaprender y volver a aprender”. Aquí está, señores, el quid de nuestro fracaso. ¿Cómo, cuándo y dónde hemos sido familiarizados con estos conceptos revolucionarios que deben constituir la base de todo proceso de enseñanza aprendizaje que sea funcional e innovador? ¿Cómo es posible que docentes dogmáticos, dictatoriales, ajenos a los cambios que se producen en el mundo, incultos, estén detentando cátedras como si detentar una cátedra fuera un hecho irrelevante para los individuos y para la sociedad?

¿Acaso estos catedráticos ortodoxos no se han enterado de que ya los maestros y profesores están pasado de moda gracias a la magia de Internet y gracias esencialmente a auténticos intelectuales humanistas que en otras latitudes confeccionan y alimentan los web site que nos regalan los conocimientos y las experiencias que los egoístas profesores les niegan a sus estudiantes? ¿Acaso habrán olvidado que el que enseña también tiene que estudiar? ¿Acaso nadie les ha dicho —ni los resultados desfavorables— que un sistema de enseñanza aprendizaje memorístico y repetitivo, divorciado de las experiencias prácticas, es tan censurable como la labor de aquellos individuos que sólo basan sus actuaciones en el empirismo simplón e irracional? ¿Acaso no se está conciente de que actuar sin sentido crítico equivale a convertirse en un eslabón del engranaje que consolida el imperio de la ignorancia de muchos para beneficio de pocos? Son preguntas, podrían ensayarse algunas respuestas.

No me queda espacio para decir muchas cosas. Digo sí que nuestras universidades, de hecho y de derecho, han sido como invernaderos donde se cultiva bajo techo la ignorancia de muchos (estudiantes) para beneficio de pocos (docentes). Pero, ¿somos concientes de esta realidad? ¿Somos concientes de que debemos propiciar una reforma universitaria, como la de Córdoba, para librar a nuestras universidades de sus atavismos y de sus prácticas viciadas e improductivas? Muchos dirán que exagero. Y quizás tengan razón si se toma en cuenta que para algunos la universidad no es más que un gran pastel, un circo o una pasarela donde hay que jugar vivo para que a nadie, leal a un bando, le falte su porción de dulce burocracia como pago de su lealtad o de sumisión.

Pero jugando vivo, siendo complacientes, siendo sordos e indolentes, ¿qué hemos logrado? ¿Mejorar la universidad? ¿Hacerla más competitiva? ¿Hacerla más humanista? ¿Premiar los méritos? ¿Ganarnos el respeto de nuestros estudiantes? No lo creo. Hemos construido un templo a la ignorancia y al oportunismo. Hemos dejado de ser la conciencia crítica de la nación para convertirnos en un clan de privilegiados sin ningún compromiso con la sociedad. Somos vacas sagradas, pero vacas al fin y al cabo. La ignorancia es poder. La minoría nos usa, dentro y fuera de la universidad, pero nosotros creemos a pies juntillos que es la inversa. Pensamos como esclavos, vivimos como esclavos (de la ignorancia y del consumismo) y multiplicamos los esclavos porque sólo así podrán existir estas diferencias y privilegios de clase que han hecho posible que la ignorancia sea la ama y señora de las actuaciones humanas, incluso dentro de instituciones, como las universidades, que deberían combatirla para que haya verdadera justicia y libertad entre los hombres.