martes, noviembre 29, 2005

Somos lo que queremos ser

Sobre todos los hombres, por el motivo que sea, pesa un estigma —huella o señalamiento— injusto debido a que, básicamente, pensamos que en lo que somos o creemos aventajamos a los demás o que éstos tienen la culpa de nuestras propias desgracias e insatisfacciones.

Siempre, por hacer o no hacer, como individuo o como profesional, se está expenso a esas estigmatizaciones; nunca faltará quien piense que uno tiene lo que no se merece o que uno hace lo que ellos deberían hacer porque, sencillamente, a su manera de ver, ellos podrían hacerlo mejor.

Y quizás tengan razón, en la eventualidad de que en vez de criticar se pusieran a hacer algo —lo que quieran— antes de que otro, incluso un intruso, les gane la delantera de forma irremediable.
Un ejemplo es este mismo artículo. Es la 1:40 de la mañana. No logro conciliar el sueño. Me levanto, echo a andar la computadora y empiezo a pergeñar las cuartillas con esta idea —la proclividad humana a las estigmatizaciones— sobre la base de las experiencias que uno vive por doquier y, en especial, en el mundillo universitario.

Mañana o cuando salga publicado este artículo, no faltará un badulaque que en mis propias narices me diga que me lo publicaron porque tengo influencias en los medios o porque tengo un deseo de figuración que no puedo contener. Otro me encerrará en un círculo las tildes o comas mal puestas o cualquier otra cosa que haga evidente que el artículo está mal escrito, que no encuentra el porqué del mismo o que no debí escribirlo.

Otros simplemente me "castigarán" no leyéndolo o leyéndolo, sin comentarme su aceptación o rechazo. Pero si un artículo, aunque sea de religión, le pone de lado la enjalma a la gente, imagínese qué sucederá cuando se escribe un libro o peor aún, si ese libro invade el campo o especialidad de nuestros queridos colegas. ¡Arde Troya!

Uno como escritor en ciernes no puede disimular por tiempo indefinido la desagradable e injusta sensación que nos producen quienes sin tapujos insinúan que sólo saben o deben escribir los profesores de español. Y quizás también sea verdad.

El problema es que éstos no lo hacen o porque de hecho sólo se contentan con el cartón y se quedan rezagados, incluso, ante los químicos, físicos, mecánicos o cualquier otro que haga de la lectura, la escritura y los diccionarios sus compañeros inseparables.

La característica fundamental de un mediocre es su tendencia innata a censurar o menospreciar el trabajo ajeno sin haber hecho, a lo largo de su vida, algo que pueda contraponer —porque eso es lo que le gustaría— para resarcir su ego herido.

En el mundillo universitario, para hablar de nuestro entorno, abunda esta clase de gente. Pero también los hay de los otros. De los que se alegran y se solidarizan con lo que haces. Son los que entienden tus sueños y tus ilusiones, los que se ponen en tu lugar o en lugar de nuestros padres, hijos y hermanos que saben que luchas, no por vanidad, sino porque como hombres !oh hermosa prerrogativa! somos lo que queremos ser.

Sí, es cierto que las reglas ayudan al trabajo de escribir. Pero las reglas no escriben solas ni saben de malabarismos verbales. Sí, es cierto que los profesores de español son los llamados a escribir todo lo que haya que escribir. Pero salvo honrosas excepciones no lo hacen.

Es ingenuo entonces creer que se escribe sólo para que los demás entiendan que son unos ineptos. Se escribe porque todos buscamos ser reconocidos, no maldecidos ni desdeñados, pero básicamente porque quienes piensan que lo pueden hacer mejor no lo hacen.

Sé qué es sentirse insignificante. Esa sensación la experimenté desde niño. Pero no opté por maldecir ni denigrar a los que consideraba importantes. Me propuse seguir su ejemplo. Y, pese a que muchos no lo entienden, estoy plenamente convencido de que uno es lo que quiere ser y que la mejor manera de lograrlo es con temeridad —atreverse— y trabajando con ahínco: los que pierden su tiempo buscándole la quinta pata al gato es posible que le encuentren hasta seis.


[Este artículo lo publiqué el sábado 23 de marzo 1996 en el diario El Panamá América. ¿Cree usted, amable lector, que habrá perdido alguna pizca de vigencia?]