lunes, noviembre 28, 2005

El chivo se defiende

CUENTA la leyenda bíblica que desde la más remota antigüedad los judíos han venido celebrando una ceremonia —el Yom Kippur o Día de la Expiación— que permite que los pecados individuales o colectivos de este pueblo sean llevados a una especie de vertedero donde el pecador —liberado de su carga ominosa mediante el rito— queda en condiciones de seguir cometiendo o acumulando pecados hasta que la próxima ceremonia lo vuelva a purificar para empezar, una y otra vez, este ciclo perpetuo de pecados y expiaciones que ha marcado en forma peculiar la historia del pueblo que —a través de la religión— nos ha colonizado, legándonos estas prácticas hipócritas y ancestrales.

La ceremonia in comento llegaba a su clímax cuando el sumo sacerdote presentaba un becerro y dos cabras como ofrenda especial a Jehová. Primero, siempre de acuerdo con la tradición, se sacrificaba al becerro para purificar al templo de impurezas o “vibraciones negativas” motivadas por los pecadillos del sumo sacerdote. Después, se escogía a la suerte una de las dos cabras para sacrificarla para purificar al templo de cualquier impureza, de cualquier mancha, provocada por los pecados del pueblo de Israel. Por último, le tocaba el turno a la tercera cabra, llamada Azazel o Chivo Expiatorio, que era enviada al desierto en un viaje si retorno.

Pero el pobre animal no iba hacia el exilio por voluntad propia ni a disfrutar plácidamente sus últimos días. Antes de partir, el sumo sacerdote ataba un listón rojo carmesí alrededor de sus cuernos e imponía sus manos sobre la cabeza de Azazel, cerraba los ojos y comenzaba a transmitir todas las iniquidades y transgresiones de las israelitas (pueblo y sacerdotes) para que el animal los llevara a regiones o tierras inhabitadas. De esta manera, Azazel, harto de pecados ajenos, convertido en Satanás, era apedreado y apaleado por la turba para que se alejara de esta gente hipócrita que, mediante el rito, se sentía purificada en virtud de la transferencia de sus pecados a un pobre e infeliz animal. ¡Así nació la expresión chivo expiatorio que actualmente se usa cuando se quiere decir que alguien, ladinamente como ocurre en el rito antes descrito, intenta “purificarse” transmitiendo sus pecados o transgresiones a otra persona que no los ha cometido!

¡Azazel es el culpable! ¡Azazel es el culpable! Así parecieron razonar algunos profesores, administrativos y estudiantes de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Chiriquí (UNACHI) a raíz de la publicación de dos volantes anónimas —por parte de estudiantes disconformes— donde éstos, discípulos sin rostro, formulaban críticas y señalaban anomalías que, según ellos, vienen ocurriendo en nuestra facultad. Y se llegó al extremo, asaz lamentable, de querer convertirme en chivo expiatorio porque, como se me reconoce por pergeñador de cuartillas y como contestatario irredento, tenía yo el perfil arquetípico para hacerle creer a la opinión pública universitaria que aquí no pasa nada y que todo se debe a las intrigas de un pérfido anonimista o de un franco tirador cobarde al que, como Azazel, hay que ponerle un lazo rojo carmesí en sus cuernos, injuriarlo, irrespetarlo y, por último, desterrarlo para purificar a los fieles y sacerdotes de este templo del saber.

Y comienzo mis descargos manifestando que como docente universitario (con veinte años de servicio) no sólo he alcanzado por concurso de méritos la máxima categoría académica que otorga nuestra universidad (profesor regular titular) sino que también he logrado estructurar una nueva teoría del proceso enseñanza-aprendizaje (aprender a desaprender) que quisiera compartir con todos lo docentes de ésta y demás universidades del país porque nuestro mayor mal —como docentes— consiste en creer que nunca nos equivocamos, que nada nuevo tenemos que aprender y que, como consecuencia de lo anterior, nadie —mucho menos un simple estudiante— debe formularnos críticas por lo que hacemos o por lo que dejamos de hacer dentro y fuera del aula de clases.

Al aula de clases he llegado con humildad, con deseos de aprender abogacía, pero plenamente conciente de que el mejor abogado no siempre resultará el que tenga las mejores notas, el más sumiso, el más zalamero o el que siempre se ponga al lado del profesor, con razón o sin ella. ¿Por qué? La respuesta está en la célebre frase que acuñara el padre del realismo jurídico norteamericano (iusrrealismo), Oliver Wendell Holmes: “La vida del derecho no ha sido la lógica: ésta ha sido la experiencia”. Esta frase es la versión culta, jurídica, del viejo refrán popular que dice que “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.

En las aulas de clases, los profesores nos enseñan —especialmente en derecho probatorio— que el abogado o quien aspire a serlo debe hablar con pruebas. Porque argumentando, por ejemplo, que “a mí me dijeron” o inventando chismes fantásticos no sólo se atenta contra la honra de personas inocentes —como en mi caso— sino que también no demostramos madurez docente frente a situaciones que son normales y hasta necesarias en un centro de estudios superiores para perfeccionar nuestra labor docente y profesional. Lo ideal, lo recomendable, es que en todo momento la vida universitaria esté regida por la crítica, la autocrítica, la duda, la reflexión espontánea o motivada. Entre otras cosas, la madurez académica e intelectual, a este nivel, debe invertir nuestros acomodaticios patrones de conducta: en vez del clásico yo acuso, debemos practicar el yo me acuso, de manera que acusándonos, reconociendo nuestros errores, podamos darle a los estudiantes todas las garantías procesales que en forma irrenunciable se exigen de la administración de justicia.

Se sabe, porque así se enseña en las aulas de clases, que las decisiones judiciales son objeto de todo tipo de recursos (impulsos procesales, reconsideraciones, apelaciones, recursos de hecho, casaciones y algunas son hasta recurribles ante los tribunales internacionales). Pero en muchos casos, algunos docentes adoptan posturas incongruentes, lesivas del debido proceso educativo, como lo es la práctica de ubicarse en la no realidad y de negarle a los estudiantes el derecho de expresar —con razón o sin ella— sus preocupaciones o puntos de vista. Esto no significa que el estudiante siempre tenga la razón (casi nunca la tiene), pero este ejercicio de abrirnos hacia los estudiantes mediante el diálogo es necesario, entre otras cosas, para ambientarlos con la metodología del ejercicio forense porque, como lo sostiene Francisco Gutiérrez, en su libro El Lenguaje Total, “la escuela tiene que ser como la vida” y una vida educativa sin diálogo, preguntémonos, ¿qué es o para qué sirve si sólo fortalece en los individuos las conductas atípicas de la condición humana y, especialmente, si no está cónsona con los postulados básicos —fines y objetivos— de esta institución de educación superior?

Si el debido proceso en la enseñanza-aprendizaje no se práctica en el aula de clases, ¿para qué entonces perder el tiempo explicándole a los estudiantes que la ley procesal no establece requisitos especiales (culturales o académicos) para ejercer el cacareado derecho contradicción? Esto viene a colación porque acusarme de ‘anonimista’ es desconocer que como estudiante siempre he sido respetuoso de mis profesores, pero jamás cobarde ni cómplice de sus irresponsabilidades ni ciego ante sus méritos o aciertos. Acusarme de ‘anonimista’ es desconocer que soy un gran polemista, un panfletario irredento, que jamás ha abandonado el quehacer cultural ni mucho menos esta irrenunciable y volitiva lucha por la hominización que se ejercita en la confrontación de ideas y conocimientos nuevos o de una manera nueva, como lo hicieron las grandes maestros de Nuestra América.

Acusarme de ‘anonimista’ o confundir un texto mío con el texto de estas volantes pergeñadas al galope es tan disparatado, tan bufo, como lo sería el confundir un texto borgiano con una guía telefónica, sólo porque ambos están escritos con letras de molde. Pero también esto significa que no se ha entendido el mensaje implícito en dichas volantes. No se trata de acusar a nadie en especial —yo particularmente no tengo la propensión de apuñalar a mis profesores por la espalda porque esto lo hacen las personas que no tienen capacidad ni argumentos para ejercer con altura y dentro del aula de clases el derecho de contradicción— ni mucho menos de iniciar una cacería de brujas ni de perder el tiempo nombrando “comisiones de la verdad” para descubrir quién o quiénes redactaron dichas volantes, porque eso no es lo que realmente debería preocuparnos como docentes o como estudiantes de una facultad de leyes, que debería ser para propios y extraños un ejemplo de cómo se ejerce civilizadamente la libertad de expresión haciendo constantes debates sobre cualquier problema que nos afecte.

El jurista mexicano Jorge Witker, en su libro La Investigación Jurídica, señala las taras más prominentes de las escuelas de leyes en América latina: docencia memorística y repetitiva, contenidos jurídicos tradicionales y dogmáticos, pasividad y subordinación de los estudiantes a rutinas académicas atrasadas, separación de los textos jurídicos del entorno social e internacional y maestros [docentes] que encaminan más su trabajo a los contenidos que al aprendizaje del estudiante. Esta es también nuestra realidad. Por eso soy de la opinión de que nuestra facultad hay que reestructurarla o cerrarla inmediatamente porque no se puede ni se debe seguir graduando abogados de mentalidad cerrada (más de lo mismo) o ahítos de disfunciones y fanatismos como sucede en las universidades islámicas donde se premia con el título de ulema (doctor) a todo el que pueda recitar de memoria desde la primera hasta la última línea del Corán.
El derecho es una ciencia experimental. Pero las nuestras no son propiamente experiencias o sensaciones jurídicas porque, entre otras cosas, tenemos un Centro de Estudiantes que pareciera preocuparse únicamente por realizar reinados, actividades de “autogestión” y otras trivialidades que más bien implican una negación de la legítima razón de ser de un colectivo que siempre debería tener en miras el mejoramiento académico y cultural de los estudiantes de Derecho. ¿Dónde están, preguntémonos, los círculos de estudios, los debates, las conferencias, los círculos de lectura, los murales, los reconocimientos, las publicaciones, la labor social, los manifiestos en contra de los señores de la guerra, en defensa del ambiente o las celebraciones con motivo del Día del Abogado que promueve nuestro festivo Centro de Estudiante?

En párrafos anteriores cité la frase del juez Holmes que constituye la esencia del realismo jurídico norteamericano. El derecho, más que una cuestión lógica (la lógica memorización de trivialidades) es una ciencia experimental que camina de la mano con la teoría del derecho y con teoría de la realidad. Sin embargo, en la facultad de Derecho de la UNACHI —exceptuando lo que haya que exceptuar— no se forman auténticos abogados sino ulemas que repiten en forma acrítica los textos trasnochados o los artículos de los códigos sin tener plena conciencia, como queda dicho, que el derecho es una ciencia experimental. ¿Qué nos falta como estudiantes y futuros abogados? ¡Contacto con la realidad! ¡Conciencia de autoaprendizaje! ¡Pasión por el derecho y sus herramientas de trabajo como lo son la retórica, la cultura diversificada y el manejo de las nuevas tecnologías!

El docente debe aprender a aprender y también aprender a desaprender. Superada está ya la noción del magíster dixi o transmisor de conocimientos. El docente de nuestra época debe ser básicamente un motivador que trata de compartir su pasión y sus experiencias por una ciencia o arte con sus discípulos. Se requiere a veces que el docente sea humilde, en vez de arrogante, porque con humildad se hace más liviana la responsabilidad de enseñar disciplinas para las que a veces no se está preparado. Se requiere que el docente, aunque sea mentalmente, se ponga en el lugar de los estudiantes a los que enseña y que se juzgue a sí mismo desde esa posición de estudiante porque no nacimos envueltos en un diploma ni toda la vida hemos sabido lo que ahora sabemos (más sabe el diablo por viejo que por diablo).

Por eso pienso que no debemos seguir buscando chivos expiatorios. Yo no acuso, pero sí invito a estudiantes y profesores de nuestra facultad a que comencemos a familiarizarnos con la necesidad de un cambio de actitud, de una nueva mentalidad, que tenga como eje la crítica, la autocrítica, el aprendizaje y desaprendizaje constantes para hacerle frente a los retos de un mundo que cambia segundo a segundo. La administración universitaria no debería pedir que no saquen volantes. Por el contrario, debería patrocinarlas porque así se fomenta la cultura y la probidad en la vida universitaria. En mi opinión, en vez de investigarse quién escribió estas volantes, debería nombrarse una comisión para que investigue si lo que dicen esas volantes es cierto y tomar en consecuencia las medidas administrativas —miren que digo corregir y no perseguir o mandar al desierto a ningún docente— necesarias para que tales cosas no sigan ocurriendo en nuestra facultad.

En síntesis, invito a los docentes a reflexionar sobre sus errores (cosa que ya yo he hecho) y a replantear su labor docente, dejando a un lado los esquemas totalitarios y sus enseñanzas divorciadas de la práctica y de la realidad donde se privilegia y ensalza la memorización y la sumisión, entre otras cosas, porque lo único que se logra con estas prácticas es saturar a la sociedad de malos abogados y de malos ciudadanos. Y a los estudiantes invito también a rebelarse mediante el diálogo, mediante la crítica respetuosa y de altura, a autoeducarse con buenas lecturas, acreditándose como amanuenses o voceros, para que nuestro tiempo, nuestro valioso tiempo, no se siga despilfarrando en reinados ridículos (recomiendo a los dirigentes de Centro de Estudiantes la lectura de la novela “Todas íbamos a ser reinas” de Rosa María Britton) o espectáculos seudo deportivos que lo único que hacen es fortalecer en los estudiantes conductas evasivas y valores feudales que derrubian nuestro propósito de llevar a la abogacía patria hacia los puertos de la justicia, la honradez y del lustre intelectual. ¿Aceptamos el reto o seguiremos culpando a otros —en vez de a nosotros— por nuestras acciones u omisiones docentes y estudiantiles que desde hace rato han venido motivado éstas y otras críticas y que en ningún momento han propiciado en nuestra facultad el necesario yo me acuso que necesitamos para fortalecernos y convertirnos en auténticos hombres de ideas y auténticos hombres de leyes?