martes, noviembre 29, 2005

El diálogo con la silla vacía

La reciente conversión de un viejo amigo al cristianismo —distinguido docente y ex discípulo de la dialéctica materialista— ha motivado que en forma amistosa hayamos iniciado, vía Internet, una polémica sobre este tema tan viejo y controvertido como lo es el de la fe o religión. Yo le expreso a mi amigo que la fe o la religión, más que una cuestión divina, siempre resulta de un hecho cultural, sociológico, que con el tiempo deja de ser un fenómeno localista para convertirse —por razones de orden político— en una aplastante maraña de hechos, extrapolaciones y repeticiones difíciles de entender, pero fáciles de creer, si se toma en cuenta que en todo hombre hay una necesidad de creer, de tener fe, para poder enfrentar las vicisitudes de la vida cotidiana.

Pero el milagro o los milagros ocurren en todas partes y son producto de la fe —de cualquier fe— y no consecuencia de la mediación de un dios, avatar o religión. ¡Hasta el más primitivo de los pueblos de la tierra ha recibido y seguirá recibiendo milagros de sus dioses o avatares, aunque estos eventualmente resulten animales, accidentes geográficos o cuerpos celestes! Invocar a Jesús o entablar una conversación con una silla vacía (la técnica de la silla vacía fue creada por Fritz Perls en su terapia gestalt; lo utilizan algunas personas inmersas en crisis emocionales para contraponer significados disfuncionales con significados alternativos) es importante y produce resultados benéficos porque de esa concentración muchas veces surge la energía necesaria para curar enfermedades —síquicas o somáticas— que nos atribulan. Pero esto también lo consiguen los hindúes, para citar un ejemplo aislado, con sus mantras —repitiendo incesantemente palabras como hare, hare, Krishna, hare— o con métodos activos de levitación, yoga o faquirismo (desconexión) que permiten a éstos soportar flagelaciones o vivir durante meses sin consumir agua o alimentos.

Hay mantras sencillas que pueden producir grandes cambios en la vida de las personas. Por ejemplo: yo quiero, yo puedo o yo no debo. Son estados de conciencia que nos llevan exactamente hacia donde queremos o hacia donde nos lleven nuestros sueños. Pero esto lo puede hacer cualquier persona en cualquier lugar y de cualquier o ninguna religiosidad. Somos lo que queremos ser. Sólo es necesario que tengamos metas, que tengamos propósitos, que no creamos, como siempre se dice, que desde el cielo va a venir un ángel a rescatarnos de las drogas, de la ociosidad o de la deshumanización. ¡Sólo necesitamos fuerza de voluntad o un poco más de sacrifico para alcanzar estados de prosperidad material y de espiritualidad que sirvan para corregir o enriquecer nuestras vidas, para tener así más disposición de darnos al prójimo!

El prójimo, el darnos al prójimo, siempre será nuestra prueba de fuego. Esto debería ser un acto incondicional de la virtud humana. Pero cada vez que nos acercamos al prójimo, valga la redundancia, lo hacemos con la intención de sumarlo a nuestra fe o a nuestro a partido político. Y a tal extremo ha llegado este asunto, que cada vez que una persona da limosna u obra con sentido de humanidad, automáticamente el beneficiario se pregunta de qué religión o de qué partido político es su benefactor. Eso resulta un razonamiento lógico si tomamos en cuenta que hasta en las mismas iglesias, para dar, exigen primero la conversión de los necesitados para luego premiarlos con un plato de comida o con una muda de ropa usada por quien sabe quién en los países ricos.

Lo ideal no sería que tuviéramos que conversar con una silla vacía, imaginado que allí está sentado Cristo, Buda o Mahoma. Lo ideal sería que allí se sentara el padre, amigo, hijo, hermano, nieto, a consolarnos en momentos en que es necesario el consuelo para tranquilizar —si se halla convulso— nuestro espíritu. Siento que esto es lo más importante de la vida. Siento que esto es lo que deberíamos hacer (y no es fácil lograrlo) para lograr que el cristianismo o la fe que adoptemos no esté vacío como la silla donde nunca se sentaron nuestros padres, amigos, hijos, hermanos o nietos porque nosotros estábamos muy ocupados para escucharlos o para atender sus necesidades. ¡La verdad nos hará libres; la mentira, simplemente creyentes!