domingo, diciembre 18, 2005

El maestro y sus pecados

Son los griegos, que se sepa, los primeros de utilizar la palabra catarsis —purificación ritual— para referirse a la “eliminación de recuerdos que perturban la conciencia” buscando el vital “equilibrio nervioso” que se necesita para vivir en paz tanto con nosotros mismos como con nuestros semejantes. Y es que aunque algunos digan ramplonamente que “son enemigos de dar explicaciones de sus actos personales” lo cierto es que estas explicaciones o confesiones son necesarias porque con ellas logramos no sólo la paz interior que tanto buscamos y necesitamos sino que incluso, mediante esta catarsis, podemos mejorar la labor que a diario realizamos y, de paso, desagraviar a aquellas personas que han resultado víctimas de la impericia emocional o cognoscitiva de la que en algún momento hemos hecho gala, por ejemplo, como jefes o subalternos de la familia, profesionales, activistas religiosos o no religiosos o como simples ciudadanos adscritos física o espiritualmente a una comunidad rural o citadina.

A la catarsis griega la iglesia católica llama confesión y ésta es la forma de expiar los “delitos contra dios”. En primer lugar declaro que esta práctica de expiar los “delitos contra dios” mediante la confesión se remonta a Babilonia y a otros pueblos antiguos. En segundo lugar, sin negar la importancia de la confesión como una forma de catarsis, declaro que el clero católico-babilónico ha utilizado la confesión como un instrumento de dominación y de explotación de sus creyentes. Porque en Santiago 5:16 se nos dice que debemos confesar nuestras faltas unos a otros. No dice la Biblia por ninguna parte que debemos confesarnos ante papas, vicarios, obispos o simples sacerdotes. Esas son puras invenciones con las que la iglesia busca que los “pecadores” confiesen sus pecados (contra dios o contra los hombres) para después venderles una absolución o chantajearlos política y económicamente a cambio de que los curas de la iglesia católica-babilónica mantengan en secreto estos pecados.

En Juan 1:8 se lee: “Si dijéramos que no tenemos pecados, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros”. Pero dejando de lado la noción de que el pecado es sólo una omisión de la ley de dios, yo soy pecador. Esto es entendiendo por pecado, de acuerdo con el Diccionario de la RAE, “cualquier cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido”. Ahora bien. Es un acierto que se apoya en la lógica el que debamos confesarnos ante nuestros semejantes (Santiago 5:16) porque son éstos los ofendidos por nuestras acciones y omisiones. Pero también es cierto que dañando a los otros nos dañamos a nosotros mismos. Por eso estamos en la obligación de expulsar voluntariamente aquellos sentimientos, aquellos recuerdos —¿qué es un hombre sino un conjunto de recuerdos?—, aquellas actitudes negativas, que se van depositando en nuestra conciencia, capa tras capa, hasta moldear nuestro modo de ser y convertirse en comportamientos profesionales, personales o familiares que nos marcan para el resto de nuestros días.

Todos tenemos una manera de ser o de parecer: gruñones, rilones, simplones, sociales, antisociales, solidarios, individualistas, progresistas, regresistas. Lo cierto es que si buscamos una explicación, un origen, para nuestro comportamiento siempre lo encontraremos porque hay cosas, hay situaciones, que conciente o inconscientemente nos marcan para siempre. La pobreza, el maltrato, el dolor, las humillaciones, las frustraciones, las injusticias, las ideas religiosas o políticas. Y allí no termina la lista de hechos traumáticos que nos serviría de pretexto para justificar nuestra conducta hacia nosotros mismos y hacia los demás. Pero de todo hecho negativo emerge uno positivo, y a la inversa. A veces son los errores nuestros mejores maestros.

Así llegamos a la conclusión de que el gran reto del que enseña o del que aprende es llegar a entender que nuestras experiencias no son en definitiva la mejor alternativa para moldear las acciones ajenas ni mucho menos para uniformar los pensamientos y actitudes de aquellos individuos que por alguna razón se han puesto o se siguen poniendo bajo nuestra tutela cognoscitiva. Porque muchas veces —casi siempre sucede— hemos convertido el aula de clase en un entablado donde repetimos hasta la saciedad el drama de nuestras vidas, de nuestras propias frustraciones, de nuestras propias limitaciones, de nuestras propias supersticiones, sin llegar a entender que ser maestro (el que muestra o sirve de ejemplo) en el más amplio sentido de la palabra implica entregar lo positivo de nuestras vidas aunque, como es conocido, nuestra existencia haya estado o siga estando llena de suplicios inenarrables.

Todo el que ha nacido es un pecador in aumento que en algún momento de su vida tiene que desandar el camino de sus propias transgresiones o pecados y lograr así la armonía con el prójimo y con sí mismo en un mundo hipócrita donde la gente —letrada o iletrada— come santos y caga diablos. A mí algunas veces me llaman maestro. Otras veces cuadrúpedo. Pero lo cierto es que el maestro —llamado hoy docente o educador— ha sido, sin lugar a dudas, la figura más importante en nuestras vidas. Ahora el maestro es un ángel caído. Pero hubo una época en que el maestro era el héroe. El civilizador. La idea. La rebeldía. La justicia. Y muchas cosas más. Pero poco a poco el descrédito envolvió a la egregia figura del maestro. Y llegó el día en que nadie quiere amaestrarse —ser a parecer al maestro— porque por acción u omisión esto, ser o parecer un maestro, equivale ahora a emburrecerse o encadenarse a una profesión u oficio sin futuro (el futuro entendido como un acceso directo a la abundancia material). Pero hay otros motivos.

Entre estos tenemos que los pecados de los educadores —generados por una sociedad decadente y consumista— se confiesan antes curas y no ante las mismas personas que han sido objeto o dañados con estas prácticas o pecados de los maestros. Ese es un gran error porque los curas hoy, exceptuando lo que haya que exceptuar, están para que los confiesen a ellos o para que los resocialicemos en formas inaplazable. Para que seamos justos, digamos que los males del clero son los males de la humanidad que siempre han existido y que se han ocultado para llevarnos a la convicción de que sólo el pecado hace mella en los hombres y mujeres que están o se agitan fuera de las iglesias o fuera de lo que ha dado en llamarse una fe verdadera. Pero no es lo que importa por ahora. Importa el tema del maestro y sus pecados.

No es fácil la tarea que deben realizar los educadores (pedagogos, andragogos y otros) en el mundo de hoy porque son muchos los factores que inciden en el proceso enseñanza aprendizaje. Pero este tema de la confesión es, en mi opinión, uno de los más importantes. Nosotros podemos controlar o regular con un poquito de sentido común y de buena voluntad nuestra propia personalidad para que podamos ajustarnos a las nuevas realidades tecnológicas y espirituales que imperan en el mundo de hoy y que muchas veces, en forma inconsciente, nos van dejando a la vera del camino del conocimiento y haciendo nulos los titánicos esfuerzos que de común hacemos para educar o para educarnos.

Entre nosotros se ha hecho muy común la tendencia de juzgar los comportamientos o disfunciones ajenas. Pero un cambio, un auténtico y durable cambio, debe empezar con un juicio a nosotros mismos (autojuicio) o de una catarsis mediante la confesión pública y honesta de nuestros errores (pecados) frente a las víctimas, nuestras víctimas, de nuestra improvisación, de nuestra ignorancia y de nuestra falta de voluntad para hacer que la docencia, por ejemplo, deje de ser una cuestión ritualista donde los hombres, lejos de redimirse, refuerzan sus sentimientos egoístas, actitudes perniciosas y, especialmente, aquellos atavismos que hacen posible que el hombre siga atado a “convicciones” que limitan la libertad de pensar, la libertad de innovar y por encima de todo la sagrada libertad de dudar (la duda es el único camino fiable hacia la verdad y hacia nuestro propio autoperfeccionamiento).

En este país, bueno es reconocerlo, muy pocos son los que hacen educadores por vocación. Nos hacemos educadores de la misma manera que un recluso se hace ebanista o fontanero: por la falta de alternativas. Y a la docencia llegamos torcidos para seguir torciendo. Cada profesional, una vez convertido en docente, hace lo que mejor le viene en gana, se torna en una especie de Nimrod (dios-sol) sin la menor conciencia de que el educador, a diferencia de los dioses, enseña aprendiendo y aprende enseñando. Y es lógico que en las etapas iniciales de nuestra labor docente se cometan estos errores: primero porque todo saber es un proceso de acumulación y en nuestra juventud somos más paja que grano. Segundo porque a nivel institucional no hay conciencia de que no bastan conocimientos especializados (derecho, historia, contabilidad, ciencias naturales) sino se dispone de un método efectivo para transmitirlos a los estudiantes. Y muchos menos hay conciencia de que a los profesores hay que educarlos constantemente, neoalfabetizarlos, para que no queden petrificados como dinosaurios ornamentales de este templo del saber que es la universidad, que gracias a nuestra apatía se erosiona institucionalmente y donde también —¿por qué no decirlo?— se erosiona la dignidad humana en virtud de los errores —voluntarios o involuntarios— que con harta frecuencia hemos cometido y seguimos cometiendo en perjuicio de nuestros estudiantes.

Una de las preguntas que se formula con mayor frecuencia es la de si yo práctico lo que digo o lo que escribo. También se me pregunta si yo soy o me creo perfecto. Y voy a decir que no soy ni me creo perfecto; por eso lucho, no para ser perfecto si no para ser menos desperfecto. Voy a decir también que he cometido muchos errores. Y que estos errores, por supuesto, han tenido como víctimas a mis estudiantes e incluso a mi propia familia. Pero creo que a todo hombre racional le llega la hora de la catarsis o expiación de sus pecados. Pero para que sea efectiva, para que sea útil, esta expiación debe ser como la exige la Biblia: ante nuestros semejantes y antes nuestras víctimas.

El mundo al revés tendrá a partir del próximo número una nueva sección llamada El Confesonario donde seré el primero en confesar mis pecados docentes y no docentes. Este es mi compromiso público a favor de la teoría del proceso enseñanza-aprendizaje que actualmente elaboro con el título de Aprender a desaprender. Es mi compromiso con un auténtico cambio de mentalidad en la vida universitaria. Es mi respuesta a los que creen que juzgo porque soy perfecto, a los que creen que sólo escribo para dañar a los demás o a los que piensan que con mis actos sólo busco llamar la atención o distraer a las masas.

En números posteriores entregaré a ustedes las crónicas Confieso que he pecado y Confieso que he matado. Son reflexiones necesarias para crear conciencia de nuestros errores y conciencia también de que sólo cometiendo errores se puede llegar al éxito profesional y a la tranquilidad espiritual que desde la más remota antigüedad nos han procurado la catarsis, la confesión, las mantras y otras formas de comunicación con nuestro yo interior que nos permite proyectarnos con un yo exterior que vive e interactúa con los de su clase en un mundo que a veces es tan desconocido como los páramos siderales donde la materia se come y se regurgita a sí misma en forma incesante e inexplicable para el intelecto humano.

(*) Este ensayo fue publicado originalmente con el título de La catarsis de la confesión en la edición impresa (artesanal) de este mismo periódico El mundo al revés.