martes, noviembre 29, 2005

¡El poder de la ignorancia!

Alvin Toffler: “Los analfabetos de año 2000 no serán aquellos que no saben leer o escribir, sino aquellos que no pueden aprender, desaprender y volver a aprender”.

Hay dos formas de las que la minoría puede valerse para controlar a la mayoría: matándola físicamente (en las guerras, en los úteros o bajo los estragos de las sequías y de las hambrunas teledirigidas) o sumiéndola en la distracción y la ignorancia. En cualquiera de los casos, se usarán armas de destrucción o distracción de masas. Un pueblo ignorante o distraído —¿cuál es la diferencia?— resulta tan inofensivo, tan complaciente, como un pueblo que ha sido aniquilado física y colectivamente por el poder de las armas, atómicas o convencionales, de sus verdugos/liberadores (ahora, en el argot de los invasores y sus trileros afeminados, matar a un pueblo es liberarlo y saquear sus recursos naturales es modernizar su economía).

Son palabras, son artilugios, que poco a poco, a fuer de su repetición deliberada, se van metiendo en nuestros cerebros hasta quedar convertidos en códigos de conducta y de aceptación del modus operandi de las mafias que hoy gobiernan al mundo. Por eso, deliberadamente, las clases dominantes —con la complicidad de las dominadas— siembran, cultivan y distribuyen por doquier las semillas de la ignorancia, maquilladas incesantemente, para que ésta, la ignorancia, se convierta en una especie de necesidad vital (de vida). Y ésta ha sido una estratagema efectiva: en este mundo ya no encontramos un sólo ignorante —de saco o de andrajos— que no se crea superior a sus congéneres del pasado, del presente y del futuro (no por casualidad nos encontramos en los pueblos antiguos con la creencia de que dios, cualquier dios, se tomó la sospechosa molestia de escoger precisamente al pueblo que lo inventó y perfeccionó sus supuestos poderes y bondades haciéndolo un dios superior, verdadero y justo, capaz de esclavizar y aniquilar a otros pueblos y a sus falsos dioses).

Siendo un fenómeno de masa, una religión de la mayoría, la ignorancia es un factor imprescindible de poder. Pero no genera poder para beneficio de quienes la llevan a cuestas: sus frutos son para la minoría que bondadosamente nos la impone de mil maneras, pero especialmente en nombre de la educación y en nombre de la fe o de la libertad.

Por eso no será difícil entender por qué las actuaciones humanas están dirigidas en forma constante y deliberada a incrementar el saber de unos —como expresión de poder— y a fomentar la ignorancia de otros para asegurar la continuidad de esas relaciones privilegiadas de poder: ignorancia y poder son las dos caras de una misma moneda. Eso explica, como queda dicho, por qué la minoría siempre busca que la ignorancia se torne en una necesidad, en un derecho natural, de los millones de hombres y mujeres que se hallan subsumidos en los encantos esclavistas de la sociedad de consumo, que nada tienen que envidiarle a la esclavitud de las plantaciones o de las maquiladoras que el capitalismo salvaje instala en todos los rincones del Tercer Mundo para generar “progreso y desarrollo”.

Esto parecerá ilógico, ¿pero acaso aún creemos que todos los esclavos han sentido la esclavitud como una ignominiosa forma de opresión? ¿Acaso algunos esclavos —como en los EUA después de la manumisión— no se mataron porque no sabían qué hacer con su libertad? Y es que aunque nos parezca risible, lo mismo que antes llamábamos esclavitud ahora se le ha bautizado como democracia, libertad y otros sugestivos nombres que la hagan apetecida para quienes la sufren o la gozan. ¿Gozar las cadenas? Sí, gozar las cadenas. Antes a los esclavos insumisos los amarraban con cadenas metálicas y cualquier conato de disidencia se sofocaba con el látigo o con otros suplicios inenarrables (como ser cazados, como liebres, por feroces mastines o castrados de un solo tajo). Pero lo más repulsivo de todo esto es que detrás de todo esclavo evadido nunca han faltado ni faltarán perros y otros esclavos deseosos de atraparlo para hacerle pagar cara su ingratitud: el hombre es el único animal que duda al momento de escoger entre la libertad y la oportunidad, aunque ésta última lo condene a vivir virtualmente aherrojado y desconectado de sus prerrogativas éticas y estéticas.

Los esclavos no tienen historia porque hay que ser como ellos para querer escribírsela. Sabemos sí que a un sumiso, aunque esté hambriento, se le puede controlar amarrándolo con chorizos fritos o amenazándolo conque si se lo come no entrará en el reino de los cielos. ¡Ridículo! ¡Risible! ¡Repugnante! Pero la esclavitud se explica o se justifica, según una creencia que todavía prevalece, porque los esclavos eran analfabetos y, como analfabetos, no sabían pensar. ¿Pero qué pasa ahora que supuestamente sabemos pensar? ¿Nos atrevemos a entrarle a dentelladas a los chorizos con los que nos sujetan los pensamientos y movimientos? ¿Todavía creemos que para entrar al cielo hay que ser pobre, sumiso y lame trasero de las clases dominantes?

Ahora sabemos —¡vaya descubrimiento!— que la esclavitud no tiene nada que ver con el analfabetismo. Porque, que yo sepa, ningún analfabeto ha sido un gran esclavista. Y también porque nunca, como ahora que han hecho la escuela obligatoria, había sido tan masiva y productiva para las clases dominantes la esclavitud de millones de hombres y mujeres que habitan este planeta feroz. Son piezas renovables del puzzle de la neoesclavitud planetaria. Son consumidores cautivos que diariamente, terrón a terrón, centavo a centavo, llevan su cuota de sacrificio a las pirámides que, para garantizar su inmortalidad, se hacen construir los faraones que hoy, en pleno siglo de la cibernética, gobiernan a este mundo que, recordémoslo todas las veces que sea necesario, se halla al revés como una infeliz caguama volteada en los páramos de una playa remota donde no llega la ley de los hombres ni la supuesta voluntad caritativa de los dioses.

Esclavos con grilletes no hay, por lo menos no en nuestro entorno. Analfabetos o manutos, casi tampoco. Pero es curioso observar cómo en pleno siglo XXI, pese a la proliferación de escuelas y universidades, la esclavitud y el analfabetismo siguen causando estragos en la población profesional y no profesional. Y es que las escuelas y universidades nuestras son centros de domesticación de la conciencia humana, engranajes de la sociedad de consumo y cómplices de todos los crímenes que se cometen en este país y en el resto del mundo en nombre de la democracia y de la libertad. Pero, preguntémonos con sinceridad, ¿acaso somos los docentes universitarios demócratas o auténticos hombres de ideas que desde la cátedra ponderamos incansablemente los méritos de la libertad y de la justicia entre los hombres?

O, por el contrario, ¿hemos hecho de la cátedra una forma legítima de domesticar las conciencias y de promover —como si se tratara una virtud— la ignorancia y los fanatismos de toda laya, que tantos estragos han causado ya a nuestra juventud?

A mí me duele lo que pasa en nuestra universidad. Universidad nueva que nació vieja y enferma. Universidad politiquera y clientelista. Universidad que fabrica y perfecciona sus propias armas de distracción masiva. Universidad que premia el servilismo y menosprecia a los entes pensantes. Universidad descomprometida con la sociedad chiricana, con el país y con el mundo. Universidad confesional donde sobran los rezos y escasean los sesos. Universidad donde los “catedráticos” aterrorizan a los estudiantes con la improvisación y con prácticas perniciosas que ya no existen en ninguna auténtica universidad. Universidad donde sólo se les exige a los estudiantes. Universidad donde no se supervisa el pobre desempeño de los profesores.
Universidad donde se premia a la mujer por ser bella y no por ser inteligente. Universidad que rinde homenaje a peloteros y otras mixturas mientras permite que sus hijos meritorios se mueran en la soledad y el abandono. Universidad donde se premia la traición. Universidad en donde el chantaje, la adulación y la sumisión rinden más frutos que la capacidad y la honestidad. Y muchas otras cosas que, duro es reconocerlo, ameritan una amplia e impostergable discusión a lo interno de nuestra institución.

Pero todo parece indicar que no corren tiempos de discutir sino de repartir. De descuartizar la res universitaria para que nadie se quede sin su parte de este suculento banquete. Como todos sabemos, donde hay hombres hay vicios: mis vicios, tus vicios y nuestros vicios. Pero una universidad, ¿con qué se construye? ¿Con vicios o con virtudes? ¿Con críticas o con complicidades? ¿Con valentías o con cobardías? ¿Con declaraciones huecas de excelencia académica o con una labor modesta, pero honesta y constante? ¿Con consignas insulsas o con pinceladas de sentido común? ¿Con danzas o con reflexiones? ¿Con humanismo o con misantropía disfraza de libertad de cátedra? ¿Con el fomento de las dudas o con el fomentos de las supersticiones?

Males, muchos males, nuestros males. Todos existen, todos preocupan a la minoría y traen sin cuidado a la mayoría que se sirve de ellos. Porque estas taras existen no sólo comisión de los malos universitarios sino también por omisión de los buenos. Hay temor a la censura. Hay temor a trabajar con ideas. Hay temor a irritar a los superiores. Hay temor de que se cuestionen nuestros improductivos métodos de enseñanza. Hay temor de que algún estudiante se salga de la telaraña de ignorancia que tejemos los docentes. Hay males, hay temores, ¿pero habrá voluntad de reconocer esta realidad y de buscar mecanismos para cambiarla? Todo preocupa, pero por prelación debemos coincidir en que la mediocridad y el analfabetismo docente se hallan entre los temas más preocupantes, si pensamos en la universidad en función de futuro.

De Alvin Toffler es la siguiente profecía: “Los analfabetos de año 2000 no serán aquellos que no saben leer o escribir, sino aquellos que no pueden aprender, desaprender y volver a aprender”. Aquí está, señores, el quid de nuestro fracaso. ¿Cómo, cuándo y dónde hemos sido familiarizados con estos conceptos revolucionarios que deben constituir la base de todo proceso de enseñanza aprendizaje que sea funcional e innovador? ¿Cómo es posible que docentes dogmáticos, dictatoriales, ajenos a los cambios que se producen en el mundo, incultos, estén detentando cátedras como si detentar una cátedra fuera un hecho irrelevante para los individuos y para la sociedad?

¿Acaso estos catedráticos ortodoxos no se han enterado de que ya los maestros y profesores están pasado de moda gracias a la magia de Internet y gracias esencialmente a auténticos intelectuales humanistas que en otras latitudes confeccionan y alimentan los web site que nos regalan los conocimientos y las experiencias que los egoístas profesores les niegan a sus estudiantes? ¿Acaso habrán olvidado que el que enseña también tiene que estudiar? ¿Acaso nadie les ha dicho —ni los resultados desfavorables— que un sistema de enseñanza aprendizaje memorístico y repetitivo, divorciado de las experiencias prácticas, es tan censurable como la labor de aquellos individuos que sólo basan sus actuaciones en el empirismo simplón e irracional? ¿Acaso no se está conciente de que actuar sin sentido crítico equivale a convertirse en un eslabón del engranaje que consolida el imperio de la ignorancia de muchos para beneficio de pocos? Son preguntas, podrían ensayarse algunas respuestas.

No me queda espacio para decir muchas cosas. Digo sí que nuestras universidades, de hecho y de derecho, han sido como invernaderos donde se cultiva bajo techo la ignorancia de muchos (estudiantes) para beneficio de pocos (docentes). Pero, ¿somos concientes de esta realidad? ¿Somos concientes de que debemos propiciar una reforma universitaria, como la de Córdoba, para librar a nuestras universidades de sus atavismos y de sus prácticas viciadas e improductivas? Muchos dirán que exagero. Y quizás tengan razón si se toma en cuenta que para algunos la universidad no es más que un gran pastel, un circo o una pasarela donde hay que jugar vivo para que a nadie, leal a un bando, le falte su porción de dulce burocracia como pago de su lealtad o de sumisión.

Pero jugando vivo, siendo complacientes, siendo sordos e indolentes, ¿qué hemos logrado? ¿Mejorar la universidad? ¿Hacerla más competitiva? ¿Hacerla más humanista? ¿Premiar los méritos? ¿Ganarnos el respeto de nuestros estudiantes? No lo creo. Hemos construido un templo a la ignorancia y al oportunismo. Hemos dejado de ser la conciencia crítica de la nación para convertirnos en un clan de privilegiados sin ningún compromiso con la sociedad. Somos vacas sagradas, pero vacas al fin y al cabo. La ignorancia es poder. La minoría nos usa, dentro y fuera de la universidad, pero nosotros creemos a pies juntillos que es la inversa. Pensamos como esclavos, vivimos como esclavos (de la ignorancia y del consumismo) y multiplicamos los esclavos porque sólo así podrán existir estas diferencias y privilegios de clase que han hecho posible que la ignorancia sea la ama y señora de las actuaciones humanas, incluso dentro de instituciones, como las universidades, que deberían combatirla para que haya verdadera justicia y libertad entre los hombres.

Desastre catastral

El catastro es el censo descriptivo de las fincas rústicas y urbanas. Es un censo o registro que, según Roque Barcia, contiene la cantidad y el valor de los bienes inmuebles y los nombres de los propietarios; sirve para determinar la contribución imponible en proporción a sus productos o rentas. Se trata de una operación técnica vital —geodésica, topográfica, agronómica y fiscal— para que el estado pueda determinar la extensión, calidad, cultivo, aplicación y valor de los inmuebles existentes en el territorio de una nación. El catastro es, para decirlo metafóricamente, el corazón de un estado derecho que, por un lado, garantiza el derecho de propiedad (pública y privada) y, por el otro, impone obligaciones necesarias a los titulares de este derecho.

En Panamá, esta debería ser la labor de la llamada Dirección General de Catastro y Bienes Patrimoniales. Pero los usuarios del organismo catastral no sólo hemos sido víctimas sino también cómplices de una institución jurásica que maneja los intereses de la sociedad de una manera que raya en lo delictivo; no sólo porque se mantiene sin renovar este censo (fincas inscritas sin valor catastral o con valores irrisorios asignados en los albores de la república) sino también porque de hecho se sabotean las recaudaciones fiscales manteniendo en las pantallas de la institución informaciones desactualizadas de fincas, saldos o morosidades inexistentes (inventadas por la negligencia burocráticas) y poniéndole al usuario todas las trabas imaginables para que éste deje de pagar los impuestos que tanto necesita el país para oxigenar sus finanzas deficitarias.

Un sistema fiscal eficiente requiere de muchas cosas (actualización, innovación, profesionalismo, etc.). Pero su éxito depende esencialmente de una estrecha coordinación con las otras instituciones que hacen de eslabones de este sistema tributario: Registro Público, Catastro y la Dirección de Ingresos. Las leyes de estas dependencias así lo contemplan. Empero, resulta inconcebible que diez, quince o veinte años después de inscrita una finca en el Registro Público, esta información nunca llegue a Catastro para que se actualicen los datos del nuevo propietario y esencialmente para que Ingresos, dependiendo del caso, cobre los impuestos dejados de pagar o expida el respectivo paz y salvo que la ley le exige a los contribuyentes para realizar transacciones inmobiliarias y de otra naturaleza.

En cualquier país civilizado, al contribuyente se le brinda todo tipo de comodidades para que pague sus impuestos (por Internet, correo ordinario, cobradores a domicilio). Pero aquí en Panamá, con patria nueva o vieja, todo pareciera encaminado a que impere la pobreza, la pereza, la anarquía fiscal y un apego enfermizo por lo arcaico en pleno apogeo de la cibernética. La obligación de mantener actualizada la información de las fincas y de sus respectivos valores catastrales es de Catastro, Registro Público y de Ingresos, no de los contribuyentes. No hacerlo implica culpa, negligencia y dolo (delito de incumplimiento de los deberes de los servidores públicos) y un patético desprecio a corto y a largo plazo por la salud de la cosa pública.

¿Cómo es posible que usted vaya a sacar un paz y salvo de renta y le digan que su finca, a adquirida hace veinte años, todavía está a nombre de otra persona? ¿Cómo es posible que usted muestre su escritura inscrita en el Registro Público y le nieguen dicho paz y salvo y que en vez de recibir una disculpa lo manden a Catastro con una fotocopia de su escritura para que se la actualicen? ¿Cómo se explica que en pleno apogeo de la cibernética usted tenga que esperar quince (15) días hábiles para que le actualicen los datos su finca o para que le borren impuestos atrasados que usted no debe pagar? Esto es bochornoso, vergonzoso, indigno, más propio de un país africanizado que de uno civilizado.

Este desastre catastral es estructural. Desastre geodésico, topográfico, agronómico, fiscal, administrativo e ideológico. Hoy me quejo —como ciudadano— de lo fiscal-administrativo, el pan nuestro de cada día. Pero desde ya adelanto el tema ideológico de este desastre catastral. ¿Se atreverá “Patria Nueva” a impulsar una actualización catastral, científica y equitativa, que tome en cuenta la extensión, ubicación, calidad, cultivo y otras aristas de todos los inmuebles existentes en el territorio nacional? ¿Se atreverá el comandante Colamarco a dar los primeros pasos para que en forma inmediata Catastro deje de ser, administrativamente, un ente jurásico donde son los contribuyentes los eternos castigados por la negligencia crónica y exclusiva de una institución que aún parece no entender que el mundo cambia segundo a segundo y que somos los contribuyentes los catalizadores de estos cambios?

Somos lo que queremos ser

Sobre todos los hombres, por el motivo que sea, pesa un estigma —huella o señalamiento— injusto debido a que, básicamente, pensamos que en lo que somos o creemos aventajamos a los demás o que éstos tienen la culpa de nuestras propias desgracias e insatisfacciones.

Siempre, por hacer o no hacer, como individuo o como profesional, se está expenso a esas estigmatizaciones; nunca faltará quien piense que uno tiene lo que no se merece o que uno hace lo que ellos deberían hacer porque, sencillamente, a su manera de ver, ellos podrían hacerlo mejor.

Y quizás tengan razón, en la eventualidad de que en vez de criticar se pusieran a hacer algo —lo que quieran— antes de que otro, incluso un intruso, les gane la delantera de forma irremediable.
Un ejemplo es este mismo artículo. Es la 1:40 de la mañana. No logro conciliar el sueño. Me levanto, echo a andar la computadora y empiezo a pergeñar las cuartillas con esta idea —la proclividad humana a las estigmatizaciones— sobre la base de las experiencias que uno vive por doquier y, en especial, en el mundillo universitario.

Mañana o cuando salga publicado este artículo, no faltará un badulaque que en mis propias narices me diga que me lo publicaron porque tengo influencias en los medios o porque tengo un deseo de figuración que no puedo contener. Otro me encerrará en un círculo las tildes o comas mal puestas o cualquier otra cosa que haga evidente que el artículo está mal escrito, que no encuentra el porqué del mismo o que no debí escribirlo.

Otros simplemente me "castigarán" no leyéndolo o leyéndolo, sin comentarme su aceptación o rechazo. Pero si un artículo, aunque sea de religión, le pone de lado la enjalma a la gente, imagínese qué sucederá cuando se escribe un libro o peor aún, si ese libro invade el campo o especialidad de nuestros queridos colegas. ¡Arde Troya!

Uno como escritor en ciernes no puede disimular por tiempo indefinido la desagradable e injusta sensación que nos producen quienes sin tapujos insinúan que sólo saben o deben escribir los profesores de español. Y quizás también sea verdad.

El problema es que éstos no lo hacen o porque de hecho sólo se contentan con el cartón y se quedan rezagados, incluso, ante los químicos, físicos, mecánicos o cualquier otro que haga de la lectura, la escritura y los diccionarios sus compañeros inseparables.

La característica fundamental de un mediocre es su tendencia innata a censurar o menospreciar el trabajo ajeno sin haber hecho, a lo largo de su vida, algo que pueda contraponer —porque eso es lo que le gustaría— para resarcir su ego herido.

En el mundillo universitario, para hablar de nuestro entorno, abunda esta clase de gente. Pero también los hay de los otros. De los que se alegran y se solidarizan con lo que haces. Son los que entienden tus sueños y tus ilusiones, los que se ponen en tu lugar o en lugar de nuestros padres, hijos y hermanos que saben que luchas, no por vanidad, sino porque como hombres !oh hermosa prerrogativa! somos lo que queremos ser.

Sí, es cierto que las reglas ayudan al trabajo de escribir. Pero las reglas no escriben solas ni saben de malabarismos verbales. Sí, es cierto que los profesores de español son los llamados a escribir todo lo que haya que escribir. Pero salvo honrosas excepciones no lo hacen.

Es ingenuo entonces creer que se escribe sólo para que los demás entiendan que son unos ineptos. Se escribe porque todos buscamos ser reconocidos, no maldecidos ni desdeñados, pero básicamente porque quienes piensan que lo pueden hacer mejor no lo hacen.

Sé qué es sentirse insignificante. Esa sensación la experimenté desde niño. Pero no opté por maldecir ni denigrar a los que consideraba importantes. Me propuse seguir su ejemplo. Y, pese a que muchos no lo entienden, estoy plenamente convencido de que uno es lo que quiere ser y que la mejor manera de lograrlo es con temeridad —atreverse— y trabajando con ahínco: los que pierden su tiempo buscándole la quinta pata al gato es posible que le encuentren hasta seis.


[Este artículo lo publiqué el sábado 23 de marzo 1996 en el diario El Panamá América. ¿Cree usted, amable lector, que habrá perdido alguna pizca de vigencia?]

El diálogo con la silla vacía

La reciente conversión de un viejo amigo al cristianismo —distinguido docente y ex discípulo de la dialéctica materialista— ha motivado que en forma amistosa hayamos iniciado, vía Internet, una polémica sobre este tema tan viejo y controvertido como lo es el de la fe o religión. Yo le expreso a mi amigo que la fe o la religión, más que una cuestión divina, siempre resulta de un hecho cultural, sociológico, que con el tiempo deja de ser un fenómeno localista para convertirse —por razones de orden político— en una aplastante maraña de hechos, extrapolaciones y repeticiones difíciles de entender, pero fáciles de creer, si se toma en cuenta que en todo hombre hay una necesidad de creer, de tener fe, para poder enfrentar las vicisitudes de la vida cotidiana.

Pero el milagro o los milagros ocurren en todas partes y son producto de la fe —de cualquier fe— y no consecuencia de la mediación de un dios, avatar o religión. ¡Hasta el más primitivo de los pueblos de la tierra ha recibido y seguirá recibiendo milagros de sus dioses o avatares, aunque estos eventualmente resulten animales, accidentes geográficos o cuerpos celestes! Invocar a Jesús o entablar una conversación con una silla vacía (la técnica de la silla vacía fue creada por Fritz Perls en su terapia gestalt; lo utilizan algunas personas inmersas en crisis emocionales para contraponer significados disfuncionales con significados alternativos) es importante y produce resultados benéficos porque de esa concentración muchas veces surge la energía necesaria para curar enfermedades —síquicas o somáticas— que nos atribulan. Pero esto también lo consiguen los hindúes, para citar un ejemplo aislado, con sus mantras —repitiendo incesantemente palabras como hare, hare, Krishna, hare— o con métodos activos de levitación, yoga o faquirismo (desconexión) que permiten a éstos soportar flagelaciones o vivir durante meses sin consumir agua o alimentos.

Hay mantras sencillas que pueden producir grandes cambios en la vida de las personas. Por ejemplo: yo quiero, yo puedo o yo no debo. Son estados de conciencia que nos llevan exactamente hacia donde queremos o hacia donde nos lleven nuestros sueños. Pero esto lo puede hacer cualquier persona en cualquier lugar y de cualquier o ninguna religiosidad. Somos lo que queremos ser. Sólo es necesario que tengamos metas, que tengamos propósitos, que no creamos, como siempre se dice, que desde el cielo va a venir un ángel a rescatarnos de las drogas, de la ociosidad o de la deshumanización. ¡Sólo necesitamos fuerza de voluntad o un poco más de sacrifico para alcanzar estados de prosperidad material y de espiritualidad que sirvan para corregir o enriquecer nuestras vidas, para tener así más disposición de darnos al prójimo!

El prójimo, el darnos al prójimo, siempre será nuestra prueba de fuego. Esto debería ser un acto incondicional de la virtud humana. Pero cada vez que nos acercamos al prójimo, valga la redundancia, lo hacemos con la intención de sumarlo a nuestra fe o a nuestro a partido político. Y a tal extremo ha llegado este asunto, que cada vez que una persona da limosna u obra con sentido de humanidad, automáticamente el beneficiario se pregunta de qué religión o de qué partido político es su benefactor. Eso resulta un razonamiento lógico si tomamos en cuenta que hasta en las mismas iglesias, para dar, exigen primero la conversión de los necesitados para luego premiarlos con un plato de comida o con una muda de ropa usada por quien sabe quién en los países ricos.

Lo ideal no sería que tuviéramos que conversar con una silla vacía, imaginado que allí está sentado Cristo, Buda o Mahoma. Lo ideal sería que allí se sentara el padre, amigo, hijo, hermano, nieto, a consolarnos en momentos en que es necesario el consuelo para tranquilizar —si se halla convulso— nuestro espíritu. Siento que esto es lo más importante de la vida. Siento que esto es lo que deberíamos hacer (y no es fácil lograrlo) para lograr que el cristianismo o la fe que adoptemos no esté vacío como la silla donde nunca se sentaron nuestros padres, amigos, hijos, hermanos o nietos porque nosotros estábamos muy ocupados para escucharlos o para atender sus necesidades. ¡La verdad nos hará libres; la mentira, simplemente creyentes!

El admirable George Bush

No me da la gana de entregarme a los zafarranchos de fin de año. No digo que mi comportamiento sea totalmente comprendido por mi familia o que éste no vaya a causarle ciertas molestias emocionales. Pero lo cierto es que en el seno familiar se nos presentan las mismas disyuntivas que se presentan a todos los hombres y mujeres de otras naciones e, incluso, los mismos antagonismos que caracterizan las relaciones internacionales contemporáneas. La paradoja es vital. Con motivo de fin de año, ¿debemos celebrar o debemos reflexionar sobre aquellos hechos, visibles o invisibles, que afectan a la familia, a la nación y al mundo?

Todo invita a reflexionar, máxime que la farsa finianual termina rápido y a su paso sólo quedan hartazgos, borrachos, violencia, basuras, presupuestos maltrechos y esperanzas rotas. Y aquí está el año nuevo estrangulado por los problemas heredados de su homólogo viejo. Porque, por irónico que parezca, los años nuevos no producen hombres ni ideas nuevas sino una involución hacia las ideas ancestrales que culturalmente nos han inculcado las clases dominantes como arquetipos genuinos, lícitos, divinos y deseables.

La sociedad norteamericana, para citar un ejemplo, a través de su historia ha producido hombres y mujeres ejemplares (científicos, inventores, educadores, escritores, periodistas, poetas, artistas, humanistas, pacifistas, pastores de almas) que han sido y seguirán siendo objeto de admiración e inspiración universales. Hombres y mujeres de talentos, sobrios, racionales, amantes del progreso, de la paz y de la justicia. Hombres como Jefferson, Paine, Hamilton, Madison, Linconl, Edison, Poe, Santayana, Einstein, King, Gate y millares más de ciudadanos ejemplares que, a no ser por la intolerancia reinante en el país norteño, bien podrían figurar como iconos de la justicia y de la civilización universal.

Pero este año viejo terminó anclando a la mayor parte de la sociedad norteamericana no al legado de sus mejores hijos sino al salvajismo, al utilitarismo, al destino manifiesto y a todo lo que representa a los antivalores, la mala herencia, de esta sociedad que a través de la historia ha venido jactándose de ser la más civilizada y democrática del mundo. Así, sólo así, puede explicarse que la mayor parte de la opinión pública norteamericana —según encuesta del Instituto Gallup publicada este martes en el diario USA Today— haya escogido a míster George Bush como el hombre más popular y admirable de los Estados Unidos y del resto del mundo. ¿Y quiénes siguen en la lista de popularidad de los norteamericanos?: el secretario de Estado Colin Powell y el Papa Juan Pablo II (cuatro por ciento de los votos).

Entre las mujeres, Hillary Clinton, esposa del ex presidente Bill Clinton, es la mujer más admirada en el surrealista país de Allan Poe. Y el resultado de esta vergonzante encuesta se difunde a los cuatro vientos como si tratara de una auténtica revelación divina, de un don admirable de la justicia y de la civilización, un jalón de orejas a las ideas viejas, cuando en verdad se trata de una manifestación más de la podredumbre espiritual que aún impera en aquellas junglas de cables, máquinas, acero y concreto donde viven como cautivos millones de seres humanos mostrencos, chiflados, intolerantes, bárbaros, que aún creen que por mandato divino están en la obligación de civilizar a los salvajes y que esa misión mesiánica la están ejecutando a la perfección sus gobernantes (aunque éstos estén más tarados que Procusto o más desprovistos de inteligencia que un puñado de almejas en una paila de agua hirviente). ¡Milagro del poder mediático!

Hillary Clinton, ¿es admirada por ser mujer, por ser escritora, por su inteligencia o por ser la cornuda modelo de la sociedad norteamericana? Por ser mujer, no; porque en esta sociedad no se respetan los derechos de las mujeres en la misma proporción, por ejemplo, en que se hacen valer los derechos de los animales (como el derecho de los perros y gatos a la herencia) o los derechos de los militares criminales que son juzgados por tribunales especiales. Un país que posee los mayores índices de violencia doméstica y de prostitución femenina —física y mediática— difícilmente podría elevar a la categoría de icono a una mujer, aunque ésta tenga la venerable jerarquía de la madre Teresa de Calcuta.

Por ser escritora, no; primero porque evidentemente no es una de las mejores escritoras del país norteño; segundo, porque su best seller es pura tripa como el programa basura que se presenta aquí en Panamá y que se llama “trapos íntimos”. ¡Sepa Cristo dónde hacen semejante porquería! Lo cierto es que los trapos íntimos de Hillary Clinton no dejan de ser eso: maulas venidas de un país de trapos sucios y que gracias a su poder mediático pretende presentarnos esos andrajos con el dudoso valor místico e histórico del Manto de Turín. ¡Esto es telebasura que los grandes poderes mediáticos corporativos quieren presentarnos como si se tratara de nuevas versiones de los Santos Evangelios o como sacros y genuinos textos acabados de desenterrar!

Por su inteligencia, no; primero porque no creo que ésta sea la mujer más inteligente de su país; segundo, porque no es la inteligencia una cosa apreciada por el común norteño de la misma manera que se hace con Micky Mouse, Superman, O. J. Simson (a éste no le dieron un par de cadenas perpetuas por simpatías raciales o porque alguien creyera que en su inocencia: aquí imperó el temor a la popularidad del criminal y el temor al voto de castigo de los millones de seguidores de este héroe desprovisto de seso) o con cualquiera de los hombres y mujeres, reales o ficticios, que llegan al pináculo del poder y de la gloria sin que para ello cuente la inteligencia intrínseca (sólo la inteligencia agregada o artificial que le implantan a estos seres/mercancías la sociedad de consumo y los intereses creados).

Entonces, Hillary Clinton, ¿qué otra cosa podría representar que no fuera a la cornuda modelo de la sociedad norteamericana? Antes de desarrollar esta idea, deseo manifestar que no critico a la señora Hillary por ser mujer ni mucho menos por la dudosa admiración que le profesan en su país. Tampoco profeso muestras de antipatías hacia su esposo y ex presidente Bill Clinton. Por el contrario, los aprecio mucho. Porque ambos fueron palomas que cayeron en las garras asesinas de los halcones de la guerra que querían que Bill Clinton adelantara el 11 de Septiembre y que sin mayores dilaciones iniciara la guerra petrolera que la actual administración y la mayor parte de la opinión yanqui llaman guerra contra el terrorismo, por la libertad, la democracia y otras yerbas que sólo crecen en los jardines míticos de la Roma americana.

No digo, pues, que aplaudo las relaciones adúlteras. Pero tampoco creo que la relación sentimental del ex presidente Clinton con la entonces joven becaria Mónica Lewinsky sea más pecaminoso que el homosexualismo del general que invadió a mi país el 20 de diciembre de 1989 (creo que le llamaban Max Mad) o menos preocupante que el tigre que lleva tatuado en sus ancas el también generalísimo asesino John Poindexter. En un país donde se ha superado en cantidad y perversidad los vicios de Sodoma y Gomorra, ¿hay motivos reales para encandilarse por la mamadita pasajera de una atractiva chiquilla? Por favor, señores, no sean tan hipócritas. No sean tan idiotas como para creer que en el resto del mundo la totalidad de la gente es tan mentecata como ustedes.

A Bill Clinton lo humillaron los medios de comunicación como jamás se había humillado a presidente alguno. Y digo humillado, no criticado. ¿Por su pecado de sex-oral? No, no, no. Mil veces no. Sencillamente porque no tenía la dócil brutalidad de que hace gala su actual homólogo que no ha pensado (¿piensa?) dos veces en fabricar los pretextos necesarios para iniciar una guerra planetaria “contra el terrorismo”, que en su trasfondo no es más que una guerra brutal, sangrienta, contra ex aliados del mundo árabe (Afganistán, Irak y otras naciones) para despojar a estos países de sus riquezas petrolíferas. Y no importa que para ello haya que recurrir a las mentiras. A los autoatentados. A destruir civilizaciones milenarias. A matar a miles de hombres, mujeres, ancianos y niños inocentes. A mandar a infelices jóvenes negros e hispanos a una tierra hostil para que éstos regresen, con suerte, despedazados en bolsas negras de botar basura.

¿Y cuál es el mérito real de Hillary Clinton? ¿Haber perdonado la infidelidad de su marido? ¿Haber hecho de tripas corazón para mantener la unidad de su familia? ¿Haber soportado el ensañamiento de una prensa democrática? ¿Haber aprovechado la oportunidad (¿acaso no es la oportunidad el don más codiciado en la sociedad americana?) para convertirse en senadora y escritora de escaparate? Quizá hubo algo de todo esto, pero no en forma determinante.

En el fondo, el mérito de Hillary fue evitar, con su complicidad, que todo el sistema económico y moral de la sociedad norteamericana se desplomara, arrastrando a su paso el bienestar material de que gozan, han gozado y seguirán gozando los norteamericanos desde aquellos lejanos años cuando el territorio original de las trece colonias comenzó a expandirse (1803) y los especuladores de tierra y logreros comenzaron a apoderarse de las vidas y bienes de los pueblos vecinos, anexados y subyugados en virtud de un falaz y engreído destino manifiesto.

Eso fue todo. Este es el gran mérito de Hillary Clinton. Y para esto no necesitó ser mujer o ser inteligente. Sólo necesitó ser cómplice de una sociedad machista, irracional y guererrista. Hillary actuó como debe actuar toda mujer en una sociedad machista: cerrar la boca y perdonar a su marido para salvar a su familia y para salvar la opulencia mal habida de que disfrutan los que hoy la convierten en un icono de la hipocresía de la sociedad norteamericana. Pero esta admiración no es un reconocimiento sino una forma de cerrar las grietas de un escándalo provocado, por los señores de la guerra, que puso de rodillas a todo un sistema de explotación e hipocresías ancestrales.

¿Y por qué ocurre esto? Básicamente por dos motivos: primero porque las clases dominantes yanquis comparten con las masas los despojos de sus saqueos imperiales; segundo, porque las clases dominantes yanquis invierten tanto dinero en armas de destrucción masiva (para los extranjeros) como en armas de distracción masiva (para nacionales y extranjeros). Y quien fabrica estas armas de distracción masiva no podría hacer menos que justificar el uso que se le da a las armas de destrucción masiva, a las guerras, a los saqueos, a las invasiones, a las cruzadas, a los golpes de estado, a la impunidad de los países aliados, al desahucio derecho internacional y a la proscripción de los derechos y libertades ajenas.

Bien, bien. Se trata de crear una especie de pensamiento oficial que sea como una moneda universal de curso forzoso, obligatorio, para todos los yanquis y no yanquis que habitan la tierra. Es la versión yanqui de Inquisición católica que llevó a millones de hombres ignorantes y hambrientos a “defender la fe” para que el papado reconquistara o intentara reconquistar las rutas del comercio con Oriente. Y en nuestra época este milagro se ha hecho realidad en la sociedad norteamericana, por lo menos parcialmente, no como un don de la fe sino como un fruto enfermo de poder mediático.

Porque la estadounidense ha dejado de ser una sociedad libre, pensante, amante de la justicia, para convertirse en una sociedad cautiva, acrítica, fascistoide, que a cambio de su propio y mezquino bienestar avala y endiosa a todos los deschavetados que puedan hacer perenne este estado de bienestar material (gobernantes, ejército y mega empresarios) que puntualmente llena de luto, dolor, inseguridad y miserias a todo el planeta. Y por eso no resulta extraño que el actual presidente George Bush, según la encuesta en mención, resulte el hombre más admirado (admirable) para el 29 por ciento de los entrevistados (seguido de lejos por el Papa Juan Pablo II). ¡Vaya paradoja en un país que en su misma declaración de independencia invoca la protección divina!

Esta es la retribución que recibe un individuo demente que mantiene vigente las grotescas estampas de la conquista del oeste, digno discípulo del general Felipe O. Sheridan que decía que el mejor indio era el indio muerto o de aquel cínico que teóricamente dividía al mundo en “the West and the rest”. No importa que la sociedad norteamericana haya dejado de ser una asociación hombres y mujeres libres para convertirse en una plebe esclava de miedos reales o imaginarios donde hasta para ir al servicio la gente tiene que estar vigilada por un policía o donde hasta para comerse una fruta a la misma haya que hacerle un análisis de laboratorio.

¿Y la culpa es exclusivamente de George Bush? Para decir verdad, no. Porque lo que ha hecho éste y muchos otros presidentes yanquis ha sido hacer lo que la opinión pública quiere que se haga: mantener vigente el legado de sangre y violencia que hizo posible la fundación de los primeros pueblos y ciudades norteamericanas en una geografía habitada, según la perspectiva de los mismos colonizadores, por salvajes, incivilizados, y desamparados por el “dios verdadero”.
¿Y la culpa es exclusivamente de opinión pública? Para decir verdad, no. La culpa es de quienes hacen la opinión pública norteamericana. Esto es como un cuento fórmula o encadenado (como el cuento del capacho). Porque los que hacen la opinión pública son los medios. ¿Y de quiénes son los medios? Los dueños de los medios son los dueños del petróleo, de las fábricas de armamentos, de las fábricas que producen los químicos que se necesitan para hacer o procesar drogas, de la industria de la distracción, de las compañías madereras que arrasan la selva amazónica y de cualquier otra actividad que sirva para lucrar o para convertir al planeta en una gran olla de presión a punto de explotar.

En otras palabras, el confort material ha hecho posible que la mayor parte de sociedad norteamericana haya perdido su espiritualidad y su cacareada devoción por la democracia y la libertad. Sociedad obnubilada. Sociedad sin juicio. Sin sentido común. Sociedad aislada. Sociedad premunida de impunidad. Sin piedad por la gente humilde que va a morir a otras tierras para defender a un sistema utilitarista que la desprecia. Sociedad de sangre. Sociedad de terror. De mentiras. De farsas. Decadente y sin libertades. Sólo una sociedad así puede sentirse admirada de un hombre de la talla de George Bush que mata a la gente, para su propio beneficio, con los pretextos más cínicos y triviales que puedan concebirse.

Es, en pocas palabras, una población idiotizada que se deja seducir por las imágenes de un asesino que propagandísticamente sostiene en sus brazos a un bebé sin importarle que miles de bebés como el que él sostiene en sus brazos mueran diariamente en Afganistán, Irak, Palestina y otros pueblos. Shows, shows, de sangre, de lágrimas, de dolor, que sólo son perceptibles cuando baja el dólar, cuando se desploma la bolsa de valores o cuando sube o baja la popularidad del gobernante de turno. Esto es cristianismo, supongo.

Los norteamericanos comunes mayoritariamente están convencidos de que George Bush es un mesías. Que ellos son la megacivilización por excelencia. ¿Y qué piensan los europeos de este asunto? A la pregunta “¿Cree usted que la política del presidente de los EUA, George Bush, ha hecho que el mundo sea un lugar más seguro que antes, más peligroso que antes o igual?” formulada por Taylor Nelson Sofres (TNS) para la cadena de televisión estadounidense CNN y la revista Time, el 57 por ciento de los europeos opinó que la política de George Bush ha hecho del mundo un lugar más peligroso para vivir.

Esto significa que los europeos están más conscientes de que el mundo es ahora un lugar más peligroso para vivir. Por país, estos son los porcentajes: belgas, 69 por ciento; suizos, 68 por ciento; holandeses, 67 por ciento; daneses, 53 por ciento; británicos, 52 por ciento; italianos, 51 por ciento. Se considera, de acuerdo con este sondeo realizado en once países europeos, que sólo un 7 por ciento de los ciudadanos del Viejo Mundo imagina que la política de míster Bush ha hecho del mundo un lugar más seguro para vivir. Un 31 por ciento es de la opinión de que la situación mundial es la misma que existía a su llegada a la presidencia del país más desarrollado y belicoso del mundo.

La convicción generalizada en el Viejo Mundo (especialmente entre los suizos, fineses, franceses, españoles y holandeses) es que los “los EEUU actúan sólo por su propio interés” y que poco a poco éstos se van quedando aislados. Sólo un 36 por ciento de los británicos piensa que en los últimos doce meses la situación de los norteamericanos ha empeorado.

Esto significa que el admirable Bush es un héroe nativo que aún no logra encandilar a la gente pensante del resto del mundo ni que mucho menos ha logrado imponerle a la humanidad su ideología de sangre, odio y petróleo. Un héroe cuyo reinado existirá por todo el tiempo en que éste sea capaz de ofrecerle a sus súbditos este confort que se logra privando a millones de seres humanos de su derecho a la vida y de su derecho a disponer de sus recursos naturales. Cuando míster Bush no cumpla con este objetivo, será desechado. Y así sucesivamente. Porque admirable sólo podrá ser en este país quien logre mantener de forma permanente este confort que se obtiene condenando a millones de seres humanos a la incertidumbre, al dolor, a las lágrimas, a la miseria y a la desesperanza.

Orgía de sangre convertida en milagro momentáneo por el poder mediático. Momentáneo, sí, porque nunca como ahora son más vigentes aquellas proféticas palabras de Abraham Lincoln cuando dijo: “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”.

Y es que sólo cuando se haya roto este consenso mendaz y mediático que endiosa a criminales neonazis habrá sinceros motivos para festejar; no sólo porque habrá paz y justicia en el mundo; también celebraremos que sean los justos los admirados y no estos homúnculos, prohombres de la barbarie, que viven y actúan como si nunca fuera a colapsar este imperio de mentiras y de agresiones sangrientas que se han cometido y se siguen cometiendo al amparo de esta opinión pública criminalizada que no se percata de que por cada minuto que pase habrá un creyente menos de estos cuentos chinos que han tenido el trágico efecto de convertir en héroes a los agresores y en terroristas a todos los que critiquen o se defiendan de estas agresiones, físicas o mediáticas, de la Roma americana. ¿Milagro del poder mediático?

lunes, noviembre 28, 2005

El chivo se defiende

CUENTA la leyenda bíblica que desde la más remota antigüedad los judíos han venido celebrando una ceremonia —el Yom Kippur o Día de la Expiación— que permite que los pecados individuales o colectivos de este pueblo sean llevados a una especie de vertedero donde el pecador —liberado de su carga ominosa mediante el rito— queda en condiciones de seguir cometiendo o acumulando pecados hasta que la próxima ceremonia lo vuelva a purificar para empezar, una y otra vez, este ciclo perpetuo de pecados y expiaciones que ha marcado en forma peculiar la historia del pueblo que —a través de la religión— nos ha colonizado, legándonos estas prácticas hipócritas y ancestrales.

La ceremonia in comento llegaba a su clímax cuando el sumo sacerdote presentaba un becerro y dos cabras como ofrenda especial a Jehová. Primero, siempre de acuerdo con la tradición, se sacrificaba al becerro para purificar al templo de impurezas o “vibraciones negativas” motivadas por los pecadillos del sumo sacerdote. Después, se escogía a la suerte una de las dos cabras para sacrificarla para purificar al templo de cualquier impureza, de cualquier mancha, provocada por los pecados del pueblo de Israel. Por último, le tocaba el turno a la tercera cabra, llamada Azazel o Chivo Expiatorio, que era enviada al desierto en un viaje si retorno.

Pero el pobre animal no iba hacia el exilio por voluntad propia ni a disfrutar plácidamente sus últimos días. Antes de partir, el sumo sacerdote ataba un listón rojo carmesí alrededor de sus cuernos e imponía sus manos sobre la cabeza de Azazel, cerraba los ojos y comenzaba a transmitir todas las iniquidades y transgresiones de las israelitas (pueblo y sacerdotes) para que el animal los llevara a regiones o tierras inhabitadas. De esta manera, Azazel, harto de pecados ajenos, convertido en Satanás, era apedreado y apaleado por la turba para que se alejara de esta gente hipócrita que, mediante el rito, se sentía purificada en virtud de la transferencia de sus pecados a un pobre e infeliz animal. ¡Así nació la expresión chivo expiatorio que actualmente se usa cuando se quiere decir que alguien, ladinamente como ocurre en el rito antes descrito, intenta “purificarse” transmitiendo sus pecados o transgresiones a otra persona que no los ha cometido!

¡Azazel es el culpable! ¡Azazel es el culpable! Así parecieron razonar algunos profesores, administrativos y estudiantes de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Chiriquí (UNACHI) a raíz de la publicación de dos volantes anónimas —por parte de estudiantes disconformes— donde éstos, discípulos sin rostro, formulaban críticas y señalaban anomalías que, según ellos, vienen ocurriendo en nuestra facultad. Y se llegó al extremo, asaz lamentable, de querer convertirme en chivo expiatorio porque, como se me reconoce por pergeñador de cuartillas y como contestatario irredento, tenía yo el perfil arquetípico para hacerle creer a la opinión pública universitaria que aquí no pasa nada y que todo se debe a las intrigas de un pérfido anonimista o de un franco tirador cobarde al que, como Azazel, hay que ponerle un lazo rojo carmesí en sus cuernos, injuriarlo, irrespetarlo y, por último, desterrarlo para purificar a los fieles y sacerdotes de este templo del saber.

Y comienzo mis descargos manifestando que como docente universitario (con veinte años de servicio) no sólo he alcanzado por concurso de méritos la máxima categoría académica que otorga nuestra universidad (profesor regular titular) sino que también he logrado estructurar una nueva teoría del proceso enseñanza-aprendizaje (aprender a desaprender) que quisiera compartir con todos lo docentes de ésta y demás universidades del país porque nuestro mayor mal —como docentes— consiste en creer que nunca nos equivocamos, que nada nuevo tenemos que aprender y que, como consecuencia de lo anterior, nadie —mucho menos un simple estudiante— debe formularnos críticas por lo que hacemos o por lo que dejamos de hacer dentro y fuera del aula de clases.

Al aula de clases he llegado con humildad, con deseos de aprender abogacía, pero plenamente conciente de que el mejor abogado no siempre resultará el que tenga las mejores notas, el más sumiso, el más zalamero o el que siempre se ponga al lado del profesor, con razón o sin ella. ¿Por qué? La respuesta está en la célebre frase que acuñara el padre del realismo jurídico norteamericano (iusrrealismo), Oliver Wendell Holmes: “La vida del derecho no ha sido la lógica: ésta ha sido la experiencia”. Esta frase es la versión culta, jurídica, del viejo refrán popular que dice que “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.

En las aulas de clases, los profesores nos enseñan —especialmente en derecho probatorio— que el abogado o quien aspire a serlo debe hablar con pruebas. Porque argumentando, por ejemplo, que “a mí me dijeron” o inventando chismes fantásticos no sólo se atenta contra la honra de personas inocentes —como en mi caso— sino que también no demostramos madurez docente frente a situaciones que son normales y hasta necesarias en un centro de estudios superiores para perfeccionar nuestra labor docente y profesional. Lo ideal, lo recomendable, es que en todo momento la vida universitaria esté regida por la crítica, la autocrítica, la duda, la reflexión espontánea o motivada. Entre otras cosas, la madurez académica e intelectual, a este nivel, debe invertir nuestros acomodaticios patrones de conducta: en vez del clásico yo acuso, debemos practicar el yo me acuso, de manera que acusándonos, reconociendo nuestros errores, podamos darle a los estudiantes todas las garantías procesales que en forma irrenunciable se exigen de la administración de justicia.

Se sabe, porque así se enseña en las aulas de clases, que las decisiones judiciales son objeto de todo tipo de recursos (impulsos procesales, reconsideraciones, apelaciones, recursos de hecho, casaciones y algunas son hasta recurribles ante los tribunales internacionales). Pero en muchos casos, algunos docentes adoptan posturas incongruentes, lesivas del debido proceso educativo, como lo es la práctica de ubicarse en la no realidad y de negarle a los estudiantes el derecho de expresar —con razón o sin ella— sus preocupaciones o puntos de vista. Esto no significa que el estudiante siempre tenga la razón (casi nunca la tiene), pero este ejercicio de abrirnos hacia los estudiantes mediante el diálogo es necesario, entre otras cosas, para ambientarlos con la metodología del ejercicio forense porque, como lo sostiene Francisco Gutiérrez, en su libro El Lenguaje Total, “la escuela tiene que ser como la vida” y una vida educativa sin diálogo, preguntémonos, ¿qué es o para qué sirve si sólo fortalece en los individuos las conductas atípicas de la condición humana y, especialmente, si no está cónsona con los postulados básicos —fines y objetivos— de esta institución de educación superior?

Si el debido proceso en la enseñanza-aprendizaje no se práctica en el aula de clases, ¿para qué entonces perder el tiempo explicándole a los estudiantes que la ley procesal no establece requisitos especiales (culturales o académicos) para ejercer el cacareado derecho contradicción? Esto viene a colación porque acusarme de ‘anonimista’ es desconocer que como estudiante siempre he sido respetuoso de mis profesores, pero jamás cobarde ni cómplice de sus irresponsabilidades ni ciego ante sus méritos o aciertos. Acusarme de ‘anonimista’ es desconocer que soy un gran polemista, un panfletario irredento, que jamás ha abandonado el quehacer cultural ni mucho menos esta irrenunciable y volitiva lucha por la hominización que se ejercita en la confrontación de ideas y conocimientos nuevos o de una manera nueva, como lo hicieron las grandes maestros de Nuestra América.

Acusarme de ‘anonimista’ o confundir un texto mío con el texto de estas volantes pergeñadas al galope es tan disparatado, tan bufo, como lo sería el confundir un texto borgiano con una guía telefónica, sólo porque ambos están escritos con letras de molde. Pero también esto significa que no se ha entendido el mensaje implícito en dichas volantes. No se trata de acusar a nadie en especial —yo particularmente no tengo la propensión de apuñalar a mis profesores por la espalda porque esto lo hacen las personas que no tienen capacidad ni argumentos para ejercer con altura y dentro del aula de clases el derecho de contradicción— ni mucho menos de iniciar una cacería de brujas ni de perder el tiempo nombrando “comisiones de la verdad” para descubrir quién o quiénes redactaron dichas volantes, porque eso no es lo que realmente debería preocuparnos como docentes o como estudiantes de una facultad de leyes, que debería ser para propios y extraños un ejemplo de cómo se ejerce civilizadamente la libertad de expresión haciendo constantes debates sobre cualquier problema que nos afecte.

El jurista mexicano Jorge Witker, en su libro La Investigación Jurídica, señala las taras más prominentes de las escuelas de leyes en América latina: docencia memorística y repetitiva, contenidos jurídicos tradicionales y dogmáticos, pasividad y subordinación de los estudiantes a rutinas académicas atrasadas, separación de los textos jurídicos del entorno social e internacional y maestros [docentes] que encaminan más su trabajo a los contenidos que al aprendizaje del estudiante. Esta es también nuestra realidad. Por eso soy de la opinión de que nuestra facultad hay que reestructurarla o cerrarla inmediatamente porque no se puede ni se debe seguir graduando abogados de mentalidad cerrada (más de lo mismo) o ahítos de disfunciones y fanatismos como sucede en las universidades islámicas donde se premia con el título de ulema (doctor) a todo el que pueda recitar de memoria desde la primera hasta la última línea del Corán.
El derecho es una ciencia experimental. Pero las nuestras no son propiamente experiencias o sensaciones jurídicas porque, entre otras cosas, tenemos un Centro de Estudiantes que pareciera preocuparse únicamente por realizar reinados, actividades de “autogestión” y otras trivialidades que más bien implican una negación de la legítima razón de ser de un colectivo que siempre debería tener en miras el mejoramiento académico y cultural de los estudiantes de Derecho. ¿Dónde están, preguntémonos, los círculos de estudios, los debates, las conferencias, los círculos de lectura, los murales, los reconocimientos, las publicaciones, la labor social, los manifiestos en contra de los señores de la guerra, en defensa del ambiente o las celebraciones con motivo del Día del Abogado que promueve nuestro festivo Centro de Estudiante?

En párrafos anteriores cité la frase del juez Holmes que constituye la esencia del realismo jurídico norteamericano. El derecho, más que una cuestión lógica (la lógica memorización de trivialidades) es una ciencia experimental que camina de la mano con la teoría del derecho y con teoría de la realidad. Sin embargo, en la facultad de Derecho de la UNACHI —exceptuando lo que haya que exceptuar— no se forman auténticos abogados sino ulemas que repiten en forma acrítica los textos trasnochados o los artículos de los códigos sin tener plena conciencia, como queda dicho, que el derecho es una ciencia experimental. ¿Qué nos falta como estudiantes y futuros abogados? ¡Contacto con la realidad! ¡Conciencia de autoaprendizaje! ¡Pasión por el derecho y sus herramientas de trabajo como lo son la retórica, la cultura diversificada y el manejo de las nuevas tecnologías!

El docente debe aprender a aprender y también aprender a desaprender. Superada está ya la noción del magíster dixi o transmisor de conocimientos. El docente de nuestra época debe ser básicamente un motivador que trata de compartir su pasión y sus experiencias por una ciencia o arte con sus discípulos. Se requiere a veces que el docente sea humilde, en vez de arrogante, porque con humildad se hace más liviana la responsabilidad de enseñar disciplinas para las que a veces no se está preparado. Se requiere que el docente, aunque sea mentalmente, se ponga en el lugar de los estudiantes a los que enseña y que se juzgue a sí mismo desde esa posición de estudiante porque no nacimos envueltos en un diploma ni toda la vida hemos sabido lo que ahora sabemos (más sabe el diablo por viejo que por diablo).

Por eso pienso que no debemos seguir buscando chivos expiatorios. Yo no acuso, pero sí invito a estudiantes y profesores de nuestra facultad a que comencemos a familiarizarnos con la necesidad de un cambio de actitud, de una nueva mentalidad, que tenga como eje la crítica, la autocrítica, el aprendizaje y desaprendizaje constantes para hacerle frente a los retos de un mundo que cambia segundo a segundo. La administración universitaria no debería pedir que no saquen volantes. Por el contrario, debería patrocinarlas porque así se fomenta la cultura y la probidad en la vida universitaria. En mi opinión, en vez de investigarse quién escribió estas volantes, debería nombrarse una comisión para que investigue si lo que dicen esas volantes es cierto y tomar en consecuencia las medidas administrativas —miren que digo corregir y no perseguir o mandar al desierto a ningún docente— necesarias para que tales cosas no sigan ocurriendo en nuestra facultad.

En síntesis, invito a los docentes a reflexionar sobre sus errores (cosa que ya yo he hecho) y a replantear su labor docente, dejando a un lado los esquemas totalitarios y sus enseñanzas divorciadas de la práctica y de la realidad donde se privilegia y ensalza la memorización y la sumisión, entre otras cosas, porque lo único que se logra con estas prácticas es saturar a la sociedad de malos abogados y de malos ciudadanos. Y a los estudiantes invito también a rebelarse mediante el diálogo, mediante la crítica respetuosa y de altura, a autoeducarse con buenas lecturas, acreditándose como amanuenses o voceros, para que nuestro tiempo, nuestro valioso tiempo, no se siga despilfarrando en reinados ridículos (recomiendo a los dirigentes de Centro de Estudiantes la lectura de la novela “Todas íbamos a ser reinas” de Rosa María Britton) o espectáculos seudo deportivos que lo único que hacen es fortalecer en los estudiantes conductas evasivas y valores feudales que derrubian nuestro propósito de llevar a la abogacía patria hacia los puertos de la justicia, la honradez y del lustre intelectual. ¿Aceptamos el reto o seguiremos culpando a otros —en vez de a nosotros— por nuestras acciones u omisiones docentes y estudiantiles que desde hace rato han venido motivado éstas y otras críticas y que en ningún momento han propiciado en nuestra facultad el necesario yo me acuso que necesitamos para fortalecernos y convertirnos en auténticos hombres de ideas y auténticos hombres de leyes?

Historia del tiempo

Hay un libro de Stephen W. Hawking llamado Historia del tiempo donde este científico pasa revista a las grandes teorías cosmológicas desde Aristóteles hasta nuestros días. Se pregunta Hawking, entre otras cosas profanas, si hay leyes que puedan explicarnos cuál es la naturaleza del tiempo, si al colapsarse un universo en expansión éste, el tiempo, puede viajar hacia atrás y si el universo puede ser un continuum sin principios ni fronteras. Esta obra de Hawking, sin embargo, como casi todas las de su género, falla al colocar sus elucubraciones científicas en el plano de la no realidad cotidiana o al hacerse eco de una tautología cosmológica que nada nos dice, por ejemplo, en relación con el hecho de que si la historia del tiempo importa como historia de los hombres o como historia de la materia.

No se han escrito muchas historias del tiempo, pero el tiempo tiene su historia, que es nuestra propia historia como una forma de vida, privilegiada, pensante, que ha adoptado la materia que integra el universo. Somos, como sostiene Carl E. Sagan, en su libro La conexión cósmica, criaturas de polvo de las estrellas; porque “la materia de la que cada uno de nosotros está hecho, está íntimamente ligada a los procesos que ocurrieron en inmensos intervalos de tiempo y a enormes distancias de nosotros en el espacio. Nuestro sol es una estrella de segunda o tercera generación. Todo el material rocoso y los materiales metálicos sobre los que vivimos, el hierro en nuestra sangre, el calcio de nuestros dientes o el carbono en nuestros genes fueron producidos billones de años atrás en el interior de una gran estrella roja gigante. Estamos hechos de polvo cósmico”.

Este razonamiento, herético para el hombre común, también lo recoge la Biblia (Génesis 3, 19) al recordarnos: “Polvo eres, y al polvo volverás”. Y es que la vida, en cualquiera de sus formas, siempre resultará un accidente de la materia. La vida es producto de complejos procesos químicos que ocurren en ciclos de millones de millones de años y en remotos páramos siderales; la vida viaja incansablemente a través del espacio buscando climas propicios para afincarse y multiplicarse; la vida es maravillosa porque resulta de una eventualidad tan extraordinaria como la de poder almacenar nuestros sueños en un disco compacto indestructible o como la de poder viajar en el tiempo —hacia el pasado o hacia el futuro— en una canoa sin remos.

Los seres vivos estamos hechos de elementos pesados: carbono, oxígeno, nitrógeno, potasio, hierro y demás. Cuando el universo nació, sostienen científicos de la talla de Robert J. Sawyer, prácticamente los únicos elementos que existían eran el hidrógeno y el helio, en una proporción más o menos de tres a uno. “Pero en los hornos nucleares de las estrellas, el hidrógeno se fusiona formando elementos más pesados, produciendo carbono, oxígeno y el resto de la tabla periódica de elementos. Todos los elementos pesados que forman nuestros cuerpos se fraguaron en los núcleos de estrellas muertas hace mucho tiempo”. La vida resulta así una fortuita carambola atómica que ocurre en el escenario ilimitado del universo y del tiempo donde todo cambia sin dejar de ser materia.

El hombre vino del espacio, y al espacio volverá. Todo es cuestión de tiempo para que sus átomos intranquilos vuelvan a formar parte de las estrellas, cometas u otros cuerpos celestes. No es cierto que al morir dios separe las almas de los cuerpos y se las lleve a un paraíso de vida eterna. El alma, la conciencia o como quieran llamarla, es un producto de complejos procesos químicos que se interrumpen, sin detenerse, con la muerte física. ¡Yo soy materia! ¡Tú eres materia! ¡Todos los seres vivos son materia! ¡Materia que se trasmuta en forma lenta e incesante sin dejar de ser materia!

La historia del tiempo, más que una caprichosa historia exclusiva de los hombres, es la historia inenarrable de la materia, de la naturaleza, del polvo y de la vida en todas sus formas; es cómputo siempre impreciso de una evolución biológica que camina con “pies” de caracol y de una la involución sideral que viaja a la velocidad de la luz para acelerar procesos planetarios inevitables, pero que están destinados a ocurrir a largo plazo y por causas exógenas que no dependen de la voluntad de los hombres.

El citado Sawyer sostiene: “Todas las formas de vida que conocemos evolucionaron en el agua, y todas ellas la exigen para sus procesos biológicos”. En el libro Un punto azul pálido, Sagan nos hace ver lo ridículos que sonamos cuando sostenemos que estamos hechos a imagen y semejanza de dios para eximirnos de culpa por todas las estupideces que diariamente hacemos para echar a perder este hermoso planeta donde la naturaleza es nuestra madre, los animales nuestros hermanos, el agua nuestra sangre, el aire nuestra alma. ¿Y qué puede ser entonces la historia del tiempo, desde la perspectiva humana, sino la invalorada historia de todas las cosas que hay en el planeta y en el universo y que se hallan relacionadas entre sí?

Bush o el vicio de matar

En la historia de los EUA, el vicio de matar es tan viejo como el vicio de querer justificar las matanzas de propios y extraños: indios, sureños/norteños, mexicanos, coreanos, vietnamitas, kampucheanos, somalíes, afganos, iraquíes y también de miles de norteamericanos que habitualmente son enviados a los campos de batallas o sacrificados canallescamente en autoatentados —Maine, Pearl Harbour, 11/S o en decapitaciones oficiales que se atribuyen al adversario— que sirven a los gobernantes de aquel país para convertir a las víctimas en agresoras a fin de que la opinión pública, por acción u omisión, se haga cómplice de estas brutales agresiones (mal llamadas guerras) que perennemente sufren los habitantes de las naciones subdesarrolladas.

Lincoln, el más “santo” de los presidentes yanquis, propició una guerra civil que dejó un saldo trágico de más medio millón de norteamericanos muertos. La historia enseña que esta fue una guerra justa y necesaria que buscaba librar a la nación de la esclavitud. Pero Linconl, su promotor, no liberó a sus esclavos ni sus sucesores presidenciales ni la blanquitud han dejado de dispensarle a los afroamericanos el mismo trato inhumano, bestial, que se le infería a sus antepasados en las plantaciones del sur o en las fábricas del norte. ¡Aquí el heredado vicio de matar de Lincoln se hizo historia oficial como sinónimo de una gesta altruista contra la esclavitud y en pro de la igualdad del hombre! ¿Son ahora libres los afroamericanos? ¿Son iguales hoy en día todos los ciudadanos norteamericanos?

Para ser elegido presidente de los EUA, hay que demostrarle a la opinión pública que se es un legítimo heredero de este vicio o manía de matar. Hay que ser un “rouge rider” que ahorca indios y bandidos sin contemplaciones. Hay que ser como los padres fundadores de la república o del imperio: magos mefistofélicos capaces de hacer que las verdades parezcan mentiras y que las mentiras parezcan verdades. Que el vicio de matar sea visto como una virtud de civilizar, de liberar, de proteger, de servir a la democracia o de servir a la fe. Así se explica que a través de la historia este vicio de matar y de someter a otros pueblos se le llame de mil maneras (doctrina Monroe, destino manifiesto, diplomacia del dólar, política del buen vecino, doctrina Truman, alianza para el progreso, política de los derechos humanos, lucha antiterrorista, etc.) sin que deje de ser la misma cosa: viejo vicio de matar que cada presidente de los EUA busca legitimar como una piadosa novedad en beneficio de toda la humanidad.

La población de los EUA (6 por ciento de la población mundial) consume el 48 por ciento de la riqueza total del planeta; esto quiere decir que el modo de vida estadounidense implica el control de la mitad de la riqueza de todo el mundo. Aquella sociedad no está enferma por la escasez sino por la abundancia. Por un estilo de vida ostentoso, insaciable y materialista donde las mismas corporaciones beneficiarias de las guerras genocidas que actualmente se libran en medio oriente (Goldman Sachs, Citigroup, UBS Ag Inc. y Morgan Stanley Dean Witter, entre otras) se dan el malsano tupé de financiar a los candidatos del gobierno y de la oposición (Bush y Kerry). Cualquiera de los dos será un buen discípulo de Linconl o de los padres fundadores de la patria. Cualquiera de los dos será una garantía de que el 6 por ciento de la población mundial seguirá consumiendo la mitad o más de la riqueza del planeta.

Esta locura hace que en el mundo cada cuarenta segundos alguien se quite la vida (en Panamá ocurren siete suicidios por mes) y que anualmente el número de víctimas en todo el planeta sea de un millón. La guerra mata y sus secuelas de hambre y de abundancia matan también a la gente por correspondencia. Pero lo peor de todo esto es que destruye la moralidad y raciocinio de unos y otros. ‘¡Viva Bush!’ ‘¡Es mejor malo conocido que bueno por conocer!’ ¡Vaya cinismo el de justificar una guerra antiterrorista prefabricada que lo único que busca es control de las riquezas petrolíferas del medio oriente, sin importar que a cambio de ello se tenga que borrar de la faz de la tierra a civilizaciones milenarias y aniquilar a millones de seres humanos inocentes!

Cuando pienso en el sagrado valor de la vida o en los sufrimientos que se les infiere a otros pueblos, siento que somos indignos de llamarnos sapiens y doblemente indignos si callamos estos crímenes o si por un transitorio bienestar material hacemos causa común con este vicio de matar que Bush (o Kerry) busca perfeccionar e institucionalizar para que el 6 por ciento de la población norteamericana siga consumiendo la mitad o más de todas las riquezas que produce la humanidad. ¡Viva Bush!

La cara oculta de la censura

Ha sido demostrada una y otra vez la efectividad de la táctica del cleptómano que en medio de la confusión, apuntando su dedo en cualquier dirección, comienza a gritar ‘ladrón, ladrón, ladrón’ para escaparse con toda tranquilidad de la escena del crimen. Esta táctica también la han usado y la siguen usando los comunicadores sociales y los dueños de medios para encubrir la censura que ellos también ejercen sobre todas aquellas personas que en algún momento buscan divulgar informaciones o ideas que no encajan dentro de la línea comercial, política o ideológica de los distintos medios que se escudan tras el manto de una mítica libertad de expresión para censurar, sin ambages, cualquier manifestación de disidencia al “pensamiento oficial”.

En Panamá, el tema de la censura, de las leyes mordazas, de la persecución, de la despenalización de los delitos contra el honor, nunca ha pasado de moda. Pero nadie habla de los excesos tendenciosos de los medios ni mucho menos de las víctimas anónimas de estos mismos medios donde la libertad de expresión se exige, pero no se práctica. ¿Quién censura a quién? ¿Quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios de este show perpetuo que se realiza al amparo de una inexistente o discutible libertad de expresión?

Sonará ilógico, pero lo cierto es que son los mismos que reclaman libertad de expresión —dueños de medios, profesores, estudiantes y comunicadores sociales en general— los auténticos verdugos de la libertad de expresión y los responsables de esta mediocridad e inmoralidad que prevalece en todo el quehacer comunicativo nacional e internacional donde, mutatis mutandis, sólo la basura y el servilismo (papagayismo) tienen derecho a existir como una manifestación pura de la libertad de expresión.

En los medios tradicionales, citemos el caso de los periódicos y la TV, sólo hay cabida para el morbo, el chantaje, la frivolidad, el sensacionalismo y el servilismo. No digamos que nunca se publica nada bueno, porque eso sería injusto. Pero lo bueno está condicionado a que no sea contencioso o contestatario en dirección contraria a los intereses de esos emporios, mal llamados informativos, que están conectados a las grandes cadenas del poder mediático que generan un pensamiento o una visión global de las cosas —casi siempre falsa o interesada— que sin empacho reproducen estos medios locales, que en plano internacional nunca hablan o exigen libertad de expresión para oponerse a la criminalización de la información por parte de este poder mediático.

En mi opinión, de soñador, sólo las personas de demostrada capacidad e imparcialidad deberían ocupar espacios permanentes (columnistas) en los periódicos y otros medios de información (incluyéndose aquí la enseñanza en las escuelas y facultades de comunicación social). Deberían existir espacios para los colaboradores y para todos aquellos que se están ejercitando en este oficio de informar o de comunicar al resto de la sociedad alguna reflexión valiosa. Eso sería lo ideal, pero lo ideal —como sabemos— no se puede contabilizar ni depositar en un plazo fijo porque en nuestro medio la calidad parece no importar: sólo importan los resultados materiales de este sainete de informar sólo frivolidades o contenidos criminalizados que fortalecen en los hombres los más bajos e irracionales instintos.

Por eso vemos cómo deliberadamente estos espacios se ocupan en cosas intrascendentes o para premiar a los periodistas o no periodistas por razones políticas, familiares o netamente empresariales, como lo es la práctica de ejercer vindicta selectiva en detrimento de adversarios políticos o competidores de mercado. Vemos cómo los periodistas cambian de opinión o cómo sus ataques aparecen o desaparecen de acuerdo con las directrices de los dueños de los medios que circunstancialmente ponen dichos medios al servicio de un partido político o de los intereses internos y externos de un clan familiar o empresarial.

Se deja entrever que mientras estos medios puedan repetir las informaciones (mentiras y manipulaciones) generadas en las grandes cadenas informativas (como CNN) hay libertad de expresión. Que hay libertad de expresión cuando los medios gozan de libertinaje para propalar el morbo (como los desnudos en las portadas y contraportadas), la distracción ciudadana (como el show de Afú), el vicio disfrazado de deporte (diez páginas de deporte versus una de cultura), la frivolidad, la crónica roja donde se festina el dolor de los humildes y, especialmente, la suprema libertad de chantajear a las personas o empresas para que utilicen los servicios —aunque no los necesiten— de estas empresas informativas.

Pero nada se dice del derecho que tenemos los ciudadanos comunes a contradecir estas iniquidades y mentiras o a divulgar un pensamiento racionalista que tenga como epicentro la dignidad humana y la esperanza de un mañana de redención. Nada se dice del hecho de que en este país lo anormal resultaría que alguien no fuera o no quisiera ser corrupto. Nada se dice de las colaboraciones que jamás pasan la censura que puntualmente ejercen nuestros mismos colegas por razones religiosas, políticas, ideológicas, de incuria cultural o por mero temor de irritar a sus jefes y a los jefes de sus jefes (los jerarcas extranjeros del poder corporativo).

Nada se dice tampoco en relación con el hecho de que nuestras escuelas y facultades de comunicación social son auténticos anacronismos o cofradías herméticas divorciadas de la realidad donde no hay cabida para el pensamiento disidente ni para la discusión de los problemas nacionales o internacionales. Que son instituciones desfasadas donde no se utiliza la tecnología y donde todavía se habla de la información tradicional (en vez de contra información) sin la conciencia de que ahora la lucha de clases se ha trasladado al ciberespacio y que es aquí donde por primera vez en la historia de la humanidad las inteligencias se baten casi parejo (los cibernautas estamos librando guerras en el cielo, como las que describe la Biblia, contra los demonios de la globalización; por eso son frecuentes los atentados terroristas de los aparatos de inteligencia del poder mediático en contra de nuestras redes de contrainformación).

Que son instituciones indiferentes a los debates, conferencias, a la lectura, a la conciencia ambiental y a los intereses nacionales. Que allí enseñan personas que nunca han estado en los medios, que educan con verbo muerto o que nunca han tenido las agallas de dudar ni de denunciar las hipocresías o las mentiras de nuestra cultura de mercado. Que nunca han practicado la solidaridad con aquellos colegas que alrededor del mundo han sido y siguen siendo humillados, encarcelados o asesinados por defender causas auténticamente nobles o por intentar oponerse a la criminalización de la información por parte del poder mediático. ¿Qué papel pueden jugar estas instituciones educativas que son totalmente inmunes o indiferentes a lo que ocurre en el mundo exterior donde la verdad y la justicia son los grandes proscritos de estos avatares mal llamados informativos?

¿Para qué, preguntémonos, quieren los periodistas panameños libertad de expresión si ellos mismos —por acción u omisión— la violan cotidianamente? ¿Para qué quieren libertad de expresión si cuando la tienen sólo hacen payasadas o si no se educan lo suficiente para saber que ninguna libertad es absoluta? ¿Para qué quieren libertad si cuando están en los medios son los primeros en privarnos a nosotros, los contestatarios, de ese derecho? ¿Para qué quieren libertad si, por ejemplo, todos andan detrás de funcionarios corruptos y se olvidan que el ambiente y la pobreza requieren una defensa inmediata e irredenta?

En todos los países hay basura en los medios o medios basura, pero por lo menos hay alternativas para la gente que no quiere desarrollar una cultura de pepenador. Pero en este pobre país nuestro no hay alternativas. Este país está lleno de presos de conciencia que el sistema oculta o que simplemente ignora porque aquí la libertad de expresión que tanto se implora es sólo para seguir embruteciendo a las masas o para legitimar las políticas amorales que impulsa la globalización y que han convertido a los seres humanos en lisiados mentales de las guerras prohijadas por las grandes corporaciones petroleras y no petroleras de los países desarrollados.

Hay muchos ejemplos para ilustrar esta aserción. Pero citemos el caso de los atentados del 11 de septiembre. A mí me pusieron de patitas en la calle porque como radio comentarista expresé mis dudas sobre el carácter inesperado e injustificado de estos ataques. ¡Y el tiempo me dio la razón! ¿Pero qué han hecho los periodistas y los medios que ingenuamente se rasgaron las ropas en solidaridad con este auto atentado que fue hábilmente utilizado por la administración Bush para desatar una guerra petrolera de carácter planetario donde sólo mueren, de bando y bando, personas inocentes a estas diabólicas maquinaciones imperiales?

¿Qué dicen o que han dicho los medios sobre, por ejemplo, la gran marcha contra la guerra que el pasado abril congregó a más de 200.000 personas en Washington? ¿O sobre las grandes manifestaciones en Israel a favor de la paz y la reconciliación entre árabes y judíos? ¿O en relación con el discurso del judío norteamericano Paul Wolfowitz, el número dos en el Departamento de Defensa, un halcón de extrema derecha, que después de haber celebrado todo lo actuado por Israel, sorpresivamente, de pasada, se refirió, a los sufrimientos de los palestinos y casi lo lincha la turba de extremistas que lo escuchaba?

Por eso termino preguntando que cuando hablamos de cesura, ¿de qué hablamos? ¿De la censura que le aplican al libertinaje de nuestros censores o de la que éstos ocultamente nos aplican nosotros para que no pongamos en entredicho el indigno papel que desde hace mucho tiempo vienen realizando dentro de estos medios entregados en cuerpo y alma a este poder mediático que arrasa toda forma de disidencia, toda forma de dignidad, sobre la tierra? ¡He aquí la cara oculta de la censura de la que no nos hablan todos aquellos que se rasgan las ropas hablando de censura, libertad de expresión, leyes mordazas y otras confituras que en nada se relacionan con un auténtico estado de libertad de las ideas y de la justicia, sin exclusiones, para todos los habitamos este planeta flagelado por las guerras y las hipocresías de todo género!

¡Alabado sea Judas!

Si los textos bíblicos tienen algún valor probatorio también han de tener este mismo valor desaprobatorio en los alegatos en contra de su propia fiabilidad o autenticidad. Es un axioma simple e irrebatible. Sin embargo, el fanatismo religioso sólo lo acepta parcialmente (la parte que le conviene) porque se cree que la Biblia es un conjunto de verdades eternas (escritas en piedras), de hechos ciertos, y que nunca estas “verdades eternas” han sido objeto de manipulaciones intencionales de la voluntad humana. Pero todo esto está alejado de la realidad de los hechos y también de la realidad contradictoria de los mismos textos bíblicos.

Misteriosamente, desde esta perspectiva, dios —pudiendo estampar su voluntad escrita en alguna lengua noble o en algún material más dócil— prefirió hacerlo en tablillas de piedra de trueno y utilizando la lengua de un pueblo de parias esclavizado, humillado y despreciado por las grandes civilizaciones de aquellos tiempos inmemoriales. Esto resulta bastante ilógico. Si, como sostiene el dogma religioso, heredamos en nuestros cromosomas el “pecado original”, ¿por qué no se pudo utilizar el mismo método para transmitirnos la “redención original” o este decálogo teogónico que todo mundo cita pero que nadie respeta o practica? Ah, ¿sería acaso que el omnipresente no se dio cuenta con qué materiales nos estaba haciendo o que algún día se iban a inventar los microchips o la nanotecnología? ¡Esto también me parece improbable!

En muchas ocasiones he dicho, irritando a la turba letrada o iletrada, que la historia —laica o religiosa— es un saco de mentiras y de tuercas rotas. Una colosal estafa. Una montaña de basura pestilente que los hombres de todas las generaciones van dejando a su paso para justificar sus ambiciones, errores, cobardías e inmoralidades. La historia es como una rosa puesta en el tronco sangrante de un hombre recién decapitado o como un alegato eterno a favor de la perversidad humana. Pero aun así, son muchos los que siguen empeñados en defender la objetividad de la historia o la veracidad de las leyendas que preconizan “verdades eternas” o la supuesta superioridad de pueblos inferiores que para su propio beneficio han venido reciclando en forma incesante —con la complicidad de millones de personas— sus propias mentiras ancestrales que hoy constituyen el corpus de las llamadas religiones universales.

Al principio, el pueblo de Israel, ansioso de su liberación, se aprovechó de todos los mitos y leyendas antiguas para proveerse de un “salvador” y de una doctrina de salvación. Esto está bien. Lo que está mal, muy mal, es que los llamados católicos o cristianos no entiendan o no les interese entender el contexto en que surge y evoluciona esta fe que hoy abrazan de la misma manera en que un borracho, a punto de desplomarse, se abraza de un poste de luz o entra insultando o pidiendo comida a una casa que no es la suya. Los judíos habían tenido muchos mesías. Pero ninguno fue capaz de liberarlos de la dominación extranjera y de la humillación. Esto se explica porque todos habían querido liberarse de esa dominación extrajera a punto de discursos, ayunos y oraciones que lo único que hacían era acentuar la dominación y la humillación del pueblo de Israel.

Entonces resulta muy dudoso que el Mesías, el Salvador, el Redentor, viniera a este mundo a enfrentarse a los enemigos de Israel únicamente a punto de discursos y parábolas ininteligibles. Esta noción es posterior y ajena a la realidad de los hechos. Lo cierto es que Jesús y sus apóstoles pertenecieron a una belicosa célula guerrillera, conspirativa, como lo han sido, por ejemplo, el Ejército Rojo, el IRA, ETA o cualquier otro grupo radical independista o revolucionario. Y para que no haya dudas, a su dios lo bautizaron como Jehová, palabra que se traduce como el señor de los navíos o rey de los ejércitos que desde el cielo vino a comandar la lucha independista del pueblo de Israel.

Si dios mismo vomita fuego o petrifica a sus adversarios, poco probable es que sus seguidores hayan sido pacifistas o alienados sumisos. Esto también es posterior. Lo cierto es que antes de Jesús y después de su muerte existió una cofradía combativa y belicosa que se propuso como meta liberar al pueblo de Israel de la opresión. Primero reactivando las ideas mesiánicas. Después, haciendo que el Mesías entrara en la convulsa escena política de la época. Había una especie de DAPI (Departamento de Agitación, Propaganda e Ideología) que minaba los cimientos de la legitimidad de la dominación romana. Pero esto no significa que se tratara de una simple conspiración de las palabras.

Jesús y sus apóstoles eran celotes o guerrilleros y no perdían oportunidad de organizar actos “terroristas” o de emboscar a los romanos y traidores y pasarlos por el cuchillo. Había una efervescencia propia de la lucha de clases que germina en los cerebros de los patriotas de los pueblos subyugados por el colonialismo o por las clases parasitarias. Por increíble que parezca, las grandes ausentes de las leyendas bíblicas, las mujeres, eran las más activas y leales de este mini ejército de osados patriotas que arriesgaba su vida y su seguridad personal a favor de esta noble causa. Las mujeres aprendieron a usar el cuchillo y también a seducir a los invasores para envenenarlos en la cama. Con harta frecuencia, Jesús delegaba funciones realmente delicadas en estas leales, nobles y combativas mujeres. Pero curiosamente los apóstoles son doce (Pedro, Juan, Santiago el mayor, Santiago el menor, Judas Iscariote, Judas Tadeo, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás y Simón) y todos hombres, machos, varones. Y las mujeres sólo aparecen en estas historias lavando pies o reclinando al buen Jesús sobre sus senos turgentes. ¿Se han preguntando ustedes quién o quiénes son los autores de este estereotipo, de esta infamia machista, que tan alejada está de la realidad?

Jesús fue feminista en el amplio sentido de la palabra porque siempre favoreció a las mujeres y nunca hizo estas estúpidas distinciones sexuales que tan frecuentes son en nuestro medio. El más grande feminista que ha conocido la humanidad se hizo famoso en situaciones realmente críticas como cuando la turba le recriminaba que fuera indulgente o compresivo con una ramera. Y éste, que los conocía bien, les dijo: “El que esté libre de pecados (el que sea más digno que esta puta), que tire la primera piedra”. ¿Y cuántas piedras creen ustedes que cayeron? Se dice también que después de resucitado, en vez de aparecérsele a los sacerdotes o a cualquier otro impoluto, Jesús volvió a conceder este privilegio a otra ramera. ¿Qué nos dice esto? ¿Que la más humilde e insignificante de las rameras siempre fue más digna y más confiable que cualquiera de los entorchados sacerdotes de la época? ¡Contesten ustedes esta pregunta!

Pero no crean que las mujeres son las únicas y grandes víctimas de aquella cofradía revolucionaria que se propuso dar “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. La más grande víctima de esta conspiración diabólica ha resultado el más noble, leal y doctrinario de todos los cristianos: Judas Iscariote. ¡Alabado sea Judas y quemados con leña verde todos sus cobardes detractores!

Aquí, mientras escribo estas líneas, hago un alto para secarme las lágrimas y para reiterarme en mi convicción de que la historia está hecha con basura y que la basura es la ideología que se halla depositada en los cerebros de millones de personas letradas o iletradas. Si lo que se cuenta en las historias laicas o no laicas —como la imagen esclerótica de un Jesús pacifista, misógino o traicionado en la cruz— fuera verdad, ¿cómo podríamos creer que los imperios, el clero, las clases dominantes y los corruptos de toda laya van a ser creyentes y defensores gratuitos de esta doctrina de machismo, sumisión y de beneficio para los pobres y descamisados? ¿Querrán el Papa o míster Bush que los pobres del mundo, después de la muerte, vayan a permanecer eternamente a su lado cuando en este mundo transitorio no han podido soportarnos? ¡Esta idea también me parece extraña!

Sólo los que se dedican a creer sin leer la Biblia podrán pensar que esta es palabra de piedra que nadie puede alterar. Comienzo mi alegato a favor de Judas Iscariote citando dos pasajes que nos narran su muerte. Hechos 1:16-20 dice: “Varones hermanos, era necesario que se cumpliese la Escritura en que el Espíritu Santo habló antes por boca de David acerca de Judas, que fue guía de los que prendieron a Jesús, y era contado con nosotros, y tenía parte en este ministerio. Éste, pues, con el salario de su iniquidad adquirió un campo, y cayendo de cabeza, se reventó por la mitad, y todas sus entrañas se derramaron. Y fue notorio a todos los habitantes de Jerusalén, de tal manera que aquel campo se llama en su propia lengua, Acéldama, que quiere decir, Campo de Sangre. Porque está escrito en el libro de los Salmos: Sea hecha desierta su habitación, y no haya quien more en ella; y: Tome otro su oficio”. Aquí dice que Judas “cayó de cabeza, se destapó y sus sesos quedaron esparcidos por doquier”. Palabra de dios. Pero en Mateo 27:3-10 se lee otra versión: “Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: ‘Yo he pecado entregando sangre inocente’. Mas ellos dijeron: ‘¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!’ Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se ahorcó. Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre. Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de Sangre. Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías, cuando dijo: Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto por los hijos de Israel; y las dieron para el campo del alfarero, como me ordenó el Señor”. Así de sencillo: Judas se ahorcó. No hubo clavado de cabeza ni sesos regados. Higiénicamente, se ahorcó.

La Biblia es toda una sarta de contradicciones, tema que tan brillantemente ha estudiado James George Frazer en la Rama Dorada y específicamente en el volumen dedicado al Folclor en el Antiguo Testamento. Ahora sólo quiero poner de relieve un hecho trivial: ¿Judas se ahorcó higiénicamente o murió con la cabeza destapada y los sesos regados? Para los efectos prácticos es igual: lo importante es que murió porque para un hombre tan traidor y desleal, tan sacrílego, cualquier forma de muerte es poca. Así razonan hasta los catedráticos universitarios de filosofía. Pero esto no es ni razonamiento ni filosofía sino el reflejo de los pensamientos y conductas condicionadas que tan oportunamente descubrió Iván Petrovich Pavlov estudiando cómo, por la vía de los estímulos intencionales, se comportan los perros y no perros en cautiverio.

Y nuestra conducta y pensamientos de perros condicionados no se da por voluntad divina sino por voluntad deliberada de la jerarquía clerical y de las clases dominantes —¿acaso el más alto logro teórico del liberalismo y de las revoluciones democráticas burguesas no fue la separación del estado de la iglesia?— que a través de la historia han buscado —a través de medios violentos y no violentos— crear una especie de “pensamiento oficial” para toda la humanidad. Es una mera invención aquel consejo que se atribuye a Jesús que sostiene que cuando a uno le dan una cachetada en una mejilla debe poner la otra para que también se la cacheteen. Esta doctrina de sumisión es ajena al cristianismo original. Lo cierto es que antes que un invasor o un miembro de la casta sacerdotal abofeteara el cachete de un celote éste salía a cortarle el suyo para dejarlo con los dientes afuera.

Para sustanciar esta afirmación voy a citar algunos pasajes de la Biblia. La iglesia, como sabemos, ha tratado de presentar a Jesús como un pacifista tonto y sumiso. Pero en Mateo 10:34 se lee: “No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada”. En Lucas 22:36: “Y el que no tenga espada, venda su manto y cómprese una”. Sabemos también que los teólogos cristianos se han pasado siglos tratando de explicar que estas son metáforas. “Pero es mucho más probable —sostiene un estudioso laico de este tema—que sean los restos de la idea primitiva, que los primeros evangelistas no pudieron expurgar a tiempo”. Y como refuerzo de lo ya dicho otra perla que se narra en Juan 2:15: “Haciendo de cuerdas un azote, los arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes: derramó el dinero de los cambistas y derribó las mesas”. “La violencia era, entonces, una de las formas de apresurar la llegada del Reino de los Cielos. Y, sobre todo, el sacrificio. El sacrificio siempre ha sido una pieza básica de la tradición judeo-cristiana y, de ahí, pasó a serlo en la tradición militante” de los miembros de la cofradía a la que perteneció Jesús.

Con Jesús y sus militantes ultranacionalistas sucedió lo mismo que ha sucedido a través de la historia con todo hombre de ideas: el calvario y la desvirtuación de su doctrina liberadora. ¿Por qué sucedió esto? Porque los enemigos de Jesús no sólo eran los romanos sino también su mismo pueblo —especialmente la clase sacerdotal— que rehusaba a despojarse de sus vicios y privilegios y también a su pretendida condición de ser vocero o intermediario de la divinidad. Todos los miembros de su cofradía y también los seguidores de su doctrina estaban convencidos de que él debía “morir sacrificado para acelerar la llegada del Reino de los Cielos. Entonces había que producir ese sacrificio. Había muchas formas posibles: por alguna razón, Jesús decidió que la vía fuera la traición: “Cristo, que disponía de inagotables recursos que sólo maneja un Dios, no necesitaba de Judas. Lo eligió porque quiso”, dice Nils Runeberg en su Cristo y Judas [véase “Elogio de la traición” de Martín Caparrós en http:www.angelfire.com/ca6/filosofo/judas.html].
“Si (para salvar a los hombres) Dios se había rebajado a ser mortal, Judas podía rebajarse a ser un delator”, sigue diciendo Runeberg. Una delación que no sirve para nada: sería, si acaso, una traición didáctica. Por momentos sospecho que Cristo quería enseñarnos la necesidad de la traición: la traición como verdadero motor de la historia. Es una idea, y sus discípulos la han aplicado mucho. La necesidad de rebajarse hasta la abyección, el verdadero renunciamiento: no a la vida, que es fácil, sino al honor, a la propia memoria, al juicio de la historia”.

En aquella época los seguidores de Jesús no se contaban por millones, como ahora, porque en el seno de las masas abundan los traidores, los acomodados y los cobardes. Su grupo era minoritario y desconfiado. Por eso se reunían secretamente. Por eso fue un grupo cerrado. Jesús siempre fue objeto de burlas, incomprensiones y humillaciones. Pero había entre sus discípulos un hombre excepcional, leal y cuchillero que se llamaba Judas Iscariote. ¡Alabado sea Judas! “Él fue el cristiano verdadero, el que llevó la lógica del sacrificio hasta el fondo del fondo”. No ha habido sobre la tierra un hombre de catadura moral, doctrinal y amical de Judas. Judas el guarda espalda de Jesús. Judas severo y consecuente como el voto de pobreza y de justicia para todos los descamisados de la tierra.

Cuando el mismo Jesús se dejaba abatir por las debilidades humanas, Judas lo interpelaba como se lee en un revelador pasaje que se ha escapado a la censura conciliar. Se cuenta que faltaban seis días para que se celebrara la Pascua cuando Jesús y que los apóstoles llegaron a Betania, cerca de Jerusalén, y allí se alojaron. La anfitriona, Marta, les dio la bienvenida y preparó una gran cena en honor al Mesías. “Entonces, María fue hacia Jesús con una jarra de alabastro que contenía perfume de nardo. Rompió la jarra, vertió el perfume sobre los pies de Jesús y se los secó con su pelo. Pronto la casa se vio invadida por el dulce aroma del perfume”. Y Judas Iscariote, el doctrinario, el proletario, se sorprendió de cómo María había gastado un producto tan caro y, muy enfadado, la increpó: “¡Podrías haber vendido el perfume por un buen precio y entregar el dinero a los pobres! ¡Esto tiene el mismo valor que un año de salario de un labrador!”
Los que defienden este entuerto consumista sostienen que Jesús defendió esta acción diciendo: “¡Déjala en paz! Ha hecho algo hermoso por mí. Siempre tendrán a los pobres con ustedes, pero no siempre me tendrán a mí. Vaciando ese perfume sobre mis pies, María me prepara para el día de mi entierro. Lo que hizo será recordado por siempre”. Pero esta sí es una auténtica irreverencia porque no creo que un hombre iluminado, que sabía todo, aceptara bañarse en perfume —como lo hacen Michael Jackson y otros artistas y monarcas vanidosos— mientras que su pueblo padecía hambre y privaciones. Esta respuesta se intercaló para justificar los baños de miel y de perfumes que con el dinero de los creyentes a diario se daban y se siguen dando papas, obispos, cardenales, Cleopatra y todos los chiflados de este mundo.

Lo cierto es que Jesús y sus unidades elites no habían llegado allí a bañarse en perfumes a expensas de la miseria del pueblo. Habían llegado a cortar cachetes. Estaban hartos y frustrados de la cobardía de ese mismo pueblo que, como ahora, se aferraba a los privilegios y a las migajas que les obsequiaban los conquistadores romanos como pago de su sumisión. Sabemos que “los sacerdotes, los escribas y los ancianos, todos ellos miembros del Sanedrín —el consejo religioso judío— se habían reunido en la casa de Caifás, el sumo sacerdote. Discutían cuál era la mejor excusa para arrestar y ejecutar a Jesús, ya que temían su influencia sobre la gente. En eso estaban cuando se hizo presente una sorpresiva visita: Judas Iscariote. Había ido allí con una idea terrible: “¿Cuánto dinero me darán si les entrego a Jesús?”

Los miembros del Sanedrín se alegraron mucho y le contestaron: “Te damos treinta piezas de plata”. ”Judas estuvo de acuerdo y Caifás hizo caer una por una las treinta piezas de plata sobre la mano de Judas”. Entonces Judas volvió al lado del Maestro y no se le separó esperando el momento de entregarlo al Sanedrín. No era una traición. Eran un plan de combate. Buscaban crear una gran insurrección popular. Jesús no se presentó ante sus verdugos sumiso sino desafiante. “Por eso fue a Jerusalén en el momento de mayor afluencia de peregrinos, cuando cualquier chispa incendiaría la llanura. Pero, al cabo de un par de intervenciones públicas, los revoltosos vieron que la llanura no se incendiaba. La situación era complicada: estaban por perder una oportunidad importante. Y entonces alguien —¿Judas? ¿El propio Jesús?— decidió que la única forma de fogonear esa rebelión era entregando al jefe a los sacerdotes y a los romanos”.

Pero Jesús fue entregado y el pueblo no se rebeló. Entonces resulta que el verdadero sacrificado fue Judas: no sólo porque entregó en vano a su más querido camarada sino también porque sirvió de chivo expiatorio a todos esos contemporáneos suyos que se mostraron sumisos, cobardes e incapaces de sublevarse contra el Sanedrín y el imperio romano.

Judas representaba la máxima expresión del heroísmo libertario. Pero como su insurrección no fue apoyada, la minoría disidente fue aplastada y en el año 70, con la destrucción del templo, se dio inicio a la diáspora del pueblo de Israel. Había que invertir la historia y el ejemplo de aquellos valerosos e irreverentes hombres y mujeres que habían desafiado el poder de Roma y del Sanedrín. Había que inventar una historia para desprestigiar a Cristo y a sus unidades elites y también para justificar —como siempre sucede— aquella mayúscula cobardía de no sublevarse masivamente en contra los conquistadores romanos. Empezó aquí la infamia de presentar a Judas como el único responsable de la muerte de Jesús. Empezó aquí la satanización de una justa lucha patriótica y de redención de los humildes que constituyó la esencia del apostolado cristiano.
Este trabajito sucio lo inició un gran traidor, el auténtico Judas del cristianismo, que todos conocemos como Pablo, Pablo el Reformista, que por instrucciones del Sanedrín y de los emperadores romanos abrió las puertas de esta cofradía guerrera a los no judíos. Y fue él, sobre todo, quién trató de despojarla de cualquier contenido político y belicoso. Hasta entonces, como ya he dicho, el cristianismo era un movimiento de fuerte crítica social que anunciaba que los ricos y los poderosos del mundo serían castigados. Pero si el Imperio Romano era imbatible había que evitar el enfrentamiento y centrarse en otro territorio: el del espíritu. Pablo, el seudo héroe de la cristiandad, sacó al cristianismo de la órbita de Israel y de cualquier disputa terrena; a partir de ahí, su reino realmente no fue de este mundo. Fue este gran traidor el que puso en boca de Jesús esta gran blasfemia: “Mi reino no es de este mundo”.

¿En qué cabeza puede caber que los romanos iban a adoptar como religión del imperio una ideología que los combatía sin cuartel? “Pablo fue el que convirtió al cristianismo en lo que había sido y, así, consiguió que fuera lo que después fue: la religión del Imperio. Pablo fue, digamos, el pragmático, [...] de aquel movimiento: el súper traidor exitoso, el entregador, que consigue que su acto se recuerde como sutileza, genialidad, iluminación. A partir de Pablo, la historia del cristianismo tuvo que ser reescrita, para concordar con ese nuevo presente. Y entonces, en esa nueva historia, la acción de Judas quedó convertida para siempre en la traición terrible, inexplicable que ahora se nos cuenta”. ¡Alabado sea Judas mártir y héroe auténtico de la cristiandad!

Este trabajo infame de Pablo fue perfeccionado por el papado a través de los concilios ecuménicos donde a la Biblia se le puso y se le quitó lo que a estos verdaderos Judas les vino en gana: Concilio de Nicea (325); Concilio Primero de Constantinopla (381); Concilio de Éfeso (431); Concilio de Calcedonia (451); Concilio Segundo de Constantinopla (553); Concilio Tercero de Constantinopla (680-681); Concilio Segundo de Nicea (787) ; Concilio Cuarto de Constantinopla (869); Concilio Primero de Letrán (1123-1124); Concilio Segundo de Letrán (1139); Concilio Tercero de Letrán (1179); Concilio Cuarto de Letrán (1215); Concilio Primero de Lyon (1245); Concilio Segundo de Lyon (1274); Concilio de Viena (1311-1312); Concilio de Costanza (1417); Concilio de Florencia (1431); Concilio Quinto de Letrán (1512); Concilio de Trento (1545-1563); Concilio Vaticano Primero (1869) y Concilio Vaticano Segundo (1962-1965).

¡Satanizaron a Judas! ¡Satanizaron a las mujeres! ¡Satanizaron la lucha antiimperialista! ¡Satanizaron la lucha por la justicia social y la trasladaron al espacio etéreo de un cielo inexistente! ¡Expurgaron evangelios! ¡Inventaron evangelios! ¡Instauraron el culto a las imágenes! ¡Proclamaron la virginidad de María! ¡Inventaron fechas! ¡Ordenaron guerras santas! ¡Crearon instituciones de terror —como La Santa Inquisición— para quemar a los herejes y pensadores que pusieran en duda toda esta sarta de mentiras con las que se ha venido idiotizando a la humanidad! ¡Crearon instituciones educativas donde se enseñaba y se sigue enseñando mentiras o leyendas fabricadas deliberadamente para desprestigiar a Judas y para canonizar a los cobardes y traidores al auténtico apostolado de la cofradía guerrera que se enfrentó hasta las últimas consecuencias a los romanos, a los sacerdotes y a los estúpidos que sumisamente se allanaban a las iniquidades de las clases dominantes! ¡Son instituciones medievales donde forman y se forman educadores incultos que sólo fomentan supersticiones que nada tienen que ver como los hechos históricos ni con las reales necesidades materiales y espirituales de los pueblos!

Hasta el diccionario de la Real Academia Española (RAE), obra de supuestos eruditos, se refiere a Judas como el alevoso traidor que vendió a Jesús a los judíos y como sinónimo de alevoso y traidor. También como muñeco de paja que en algunas partes se pone en la calle durante la Semana Santa para después quemarlo como desagravio a Jesús. Judas es sinónimo universal de la infamia. De la traición. El antihéroe. Y lo más risible de todo esto es que durante la sanguinaria dictadura franquista el mismo generalísimo Francisco Franco ponía su Judas de paja frente a su palacio y con sus propias manos le prendía fuego. ¿Y qué no decir de Bush y de todos los sátrapas y criminales que ha conocido la historia?

José Martín, el apóstol de la libertad de nuestra América morena, escribió: “como el budín sobre la budinera, el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro enérgico con que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo; las escuelas filosóficas, religiosas o literarias, encogullan a los hombres, como el lacayo a la librea; los hombres se dejan marcar, como los caballos y los toros, y van por el mundo ostentando su hierro”. Con esto quiero decir que entiendo y acepto que quien quiera me llame “el Judas de la profesión” [de abogados], ateo o lo que le venga en gana. Me declaro como un hombre de ideas y nadie me va a quitar el sueño endilgándome motes o zarandeando espantajos. Las ideas se combaten con ideas y no soy yo el que se va atrincherar en las supersticiones o en el pensamiento arcaico para ganarse el aplauso de las masas. A las masas hay que educarlas y liberarlas para que en el momento oportuno no permitan, como ahora ha sucedido, que el héroe sea el antihéroe y que los verdugos de la fe, la libertad y la justicia se constituyan en los prohombres, los avatares, los filósofos y los señores de nuestra época en donde la dignidad humana languidece segundo a segundo.

¡Alabado sea Judas, patriota y mártir de hipocresía, la ignorancia y la cobardía de la especie humana —la misma especie por cual se inmoló— que permitió que Jesús fuera a la cruz confiado de que su sacrificio iba a provocar una gran insurrección en contra del Sanedrín y de los opresores romanos! Por eso Jesús le dijo al buen Judas: “Lo que vas a hacer, hazlo rápido; lo hago por ti y por todas estas dignas putas que me siguen”. ¡Alabado sea Judas! ¡Dichoso yo cuando alguien quiere ofenderme y me compara con el único héroe digno de Jesús y digno de que yo asuma su defensa cuando desde hace dos mil años los hipócritas y farsantes de toda laya se han dedicado a empañar su buen nombre y fama para complacer a los corruptos y opresores de los pueblos!